Bosque moral y hachas del juicio

Columnistas, Opinión

¡Con cada árbol tumbado, el bosque moral se empobrece un poco más! Y la condena pública suele disfrazarse de virtud: porque juzgar permite olvidar por un instante, que también somos vulnerables.

El ser humano parece encontrar una extraña satisfacción en asistir al derrumbe ajeno. Lo observa, lo comenta, incluso lo celebra, como si cada ruina exterior confirmara su propia solidez. Tan proclives a hacer leña del árbol caído somos, que nuestro ánimo se inclina a derribarlo antes de que por sí solo se venga abajo.

Esa forma de ser y de hacer “las cosas” no nace del valor, sino del miedo.

De la fragilidad propia, del rechazo a descubrir -en la desgracia ajena- un espejo de nuestras limitaciones, o de la necesidad de librarse de quien estorba u opaca.

Así, la apetencia por convertir el árbol caído en leña para inflamar los ánimos se vuelve a veces, práctica corriente, deporte popular; cuando no, tarea política destinada a cuestionar imágenes públicas y recuperar espacios de poder o generarlos.

Pero esa “solidez” es ilusoria. Quien señala con fervor al que cae, suele hacerlo para no mirar hacia dentro, para no advertir la inestabilidad de su propio suelo.

En ese paisaje desolado -creado por propia mano- ya no distinguimos la justicia del castigo, ni la verdad del ruido que deja la caída.

Mientras el eco de las hachas resuena en los oídos, olvidamos que, al destruir al otro, también talamos nuestras propias raíces.

Quizá por eso la verdadera madurez ética consista en resistir el impulso de juzgar y limitarse a guardar-sostener el silencio, cuando todo invita a pronunciar la condena.

En las sociedades contemporáneas, donde la exposición es permanente y la opinión pública actúa como juez y verdugo a la vez, esta tendencia alcanza su máxima expresión.

El error no se corrige: se exhibe. La caída no se acompaña: se multiplica. La comunidad, que antes amparaba, solo observa; y, en esa mirada colectiva se pierde la noción de compasión. El juicio entonces deja de ser un acto ético para convertirse en espectáculo; se transforma en una forma de negación, en un escudo moral que impide reconocer la fragilidad que nos hermana.

Es que se derriba, no solo al individuo que cae, sino también a la posibilidad de redención. Porque el árbol caído no necesita más hachas, sino raíces que lo sostengan y manos que lo levanten.

En esta temporada de agitación, deportes y consultas -en la cercanía del Día de Muertos- el murmullo social parece haberse dado a la ingrata tarea de propiciar, intencionadamente, la caída de personas, equipos y proyectos de cambio en busca de reeditar espacios de poder o vitrinas que calmen la ansiedad que dejan los errores, las pérdidas y los abandonos, frente a posibles reformas urgentes para avanzar y mejorar.

Ataques selectivos -por simples o malintencionados que parezcan- se caen solos. Mejor aún, identificados los hechos generadores del desaguisado, deportistas, equipos y autoridades afectadas -entre otras personas- son reconocidos y valorados incluso por la comunidad internacional.

El 16 de noviembre próximo expresaremos nuestra opinión y tomaremos una decisión en la consulta-referéndum.

Hagámoslo pensando en nuestra seguridad y porvenir familiar. Valoremos y respaldemos lo que se hace bien y demos una lección cívica de comportamiento democrático a quienes se ubican en la desidia y negación, porque reconocer el mérito ajeno… es una virtud para el ciudadano comprometido con el país, pero un imposible para quien empuña el hacha de la mezquindad.

¡Sembrando esperanza y positivismo, abriremos el surco hacia el progreso!(O)

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