La consciencia, vasta e infinita

Columnistas, Opinión

Tan antigua como el hombre mismo, la envidia, se ha dicho, y con justa razón, que es uno de los defectos capitales que aqueja a la humanidad, sobre todo cuando ésta se torna destructiva. Se entrelaza con el egoísmo y los celos del éxito ajeno. Viene a ser la cara oculta de la competitividad y constituye uno de los móviles que, desde la época de la “la furia de Caín”, pasando por la primitiva y salvaje, indujo al hombre a disputarse el prestigio y el poder, motivados por la idea de “triunfar a cualquier precio” en el seno de una colectividad donde nadie está conforme con ser menos que el otro, donde el envidioso busca por todos los medios la caída de su “rival” impulsado por esa creencia de que nadie es tan capaz y perfecto como él mismo. En la literatura clásica, en las fábulas de Esopo, la cenicienta, patito feo, nos permitieron comprender mejor las causas de este mal y sus consecuencias funestas. Destructivamente, este mal, por suerte, afecta sólo a un puñado de frustrados/as a quienes la belleza, la inteligencia, el triunfo profesional, la fama o la fortuna son sinónimos de amargura. El envidioso está acostumbrado a meter cizaña entre los amigos y parientes, con el propósito de lograr sus objetivos a base de engatusar y confabular mentiras. Es un ser peligrosamente humillador que puede convertir una cofradía en un nido de ratas y serpientes. Tienen un denominador común: suelen ejercitar la maledicencia y el gusto por encontrarle defectos al prójimo, con el fin de exaltar sus debilidades y menoscabar sus virtudes. Se disfraza casi siempre de amigo, como el lobo de oveja, para causar un daño en el momento menos esperado, pues es un ser astuto que, aun siendo un pobre diablo, se ufana de tener más sapiencia y experiencia. De ahí que cuando se aparece un envidioso, lo mejor es avanzar con los oídos tapados y los ojos bien abiertos, para no escuchar los falsos cantos de sirena ni caer en las trampas que va dejando a cada paso. Se fundamenta, frecuentemente, en los celos, o sea en el fenómeno de comparar: si alguien se ha superado académicamente, tiene una casa mejor, un cuerpo más boni­to, una personalidad más carismáti­ca, etc.

Si queremos considerarla a la envidia como parte de los instintos naturales, un gran pensador y filósofo oriental nos aconseja que: “Sólo si dejáis de compararos, los celos y la envidia se desvanecerán. Es bueno que no os comparéis con los árboles, de lo contrario empezaríais a sentiros muy celosos: ¿por qué no sois verdes? ¿Por qué Dios ha sido tan duro y no os ha dado flores? Es mejor que no os comparéis con los pájaros, con los ríos, con las montañas: en ese caso sufriríais. Solo os comparáis con los seres humanos, por­que habéis sido condicionados a compararos úni­camente con los seres humanos; no os comparáis con los pavos reales ni con los loros. Pues en ese caso vuestros celos no dejarían de crecer, os abrumarían tanto que ni siquiera seríais capaces de vivir. La comparación es una actitud muy necia, porque cada persona es única e incomparable. Nunca luchéis con la envidia, el ego, los celos, el odio; no podéis matarlos, no podéis aplastarlos, no podéis luchar con ellos. Lo único que podéis hacer es tomar conciencia de ellos y, en ese momento, desaparecen. Las emociones están en la cabeza, pero la consciencia no, nuestra cabeza está en la consciencia que es vasta e infinita. Ante la luz, la oscuridad simplemente desaparece.” (O)

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