El miedo y la fe

Vivimos en un mundo donde, pienses como pienses, igual serás juzgado. Pero, ¿quiénes juzgan usualmente? ¿Aquellos que se creen perfectos, acaso?
La igualdad de género, la inclusión social, la libertad del ser, la legalidad de portar armas con el fin de instar la defensa propia, el derecho individual sobre los derechos colectivos; la gente de clase baja, la gente de clase media, la gente de clase alta —posiciones que cada uno puede elegir de acuerdo con su deseo de ingeniárselas para progresar—; la fe y el miedo; el bien y el mal; la luz y la oscuridad; el gris del mundo y los colores que reflejan un pacto que espiritualmente va mucho más allá de lo que podemos percibir y que nos genera alivio, siempre con el Gran Espíritu, con Dios, con la Fuente, o como queramos llamarlo.
En 2024, durante la inauguración de los Juegos Olímpicos de París, hubo un espectáculo llamado “Festividad”, donde se podía ver gente vestida de drag queens y figuras transgénero recreando una escena de banquete, en la que una mujer obesa ocupaba el lugar central. Este acto era una simulación de “La Última Cena”.
Para muchos de nosotros, “La Última Cena” fue un momento sagrado que la historia del mundo nos cuenta que Jesús compartió con sus discípulos antes de ser crucificado tan cruelmente. Pero, ¿por qué creemos eso si nunca lo vivimos? La respuesta es por fe, por creer y sentir lo que no se puede ver incluso habiendo nacido en Sur América.
Este acontecimiento desarrollado en París lo recordamos con temor, al ver cómo realmente están los valores de la gente que cree que, con este tipo de actos de irrespeto y burla, tiene más derecho a pelear por la “inclusión” en una sociedad usualmente difícil y egoísta, pero con más gente buena que lo contrario.
En 2025, hace pocos días, vimos con tristeza cómo continúan los tiroteos en las universidades de Estados Unidos, uno de los países considerados más “desarrollados” del mundo entero, pero donde, en especial los jóvenes, no tienen mucha idea de cómo controlar sus emociones, que se ven disparadas por choques espirituales que no pueden ver, pero que sus mentes, simplemente gobernadas por los daños, les piden actuar. Y ese actuar no siempre les trae un buen fin.
Charlie Kirk era un joven de 31 años que nació en Estados Unidos y compartía su pensamiento conservador generando debates al aire libre en universidades de este país. Él tenía la “libertad de pensamiento” y procuraba hacer reflexionar a los jóvenes que lo escuchaban al hablar sobre temas como la identidad transgénero, el cambio climático, lo que para él era la fe, temas provida y valores familiares. Discutir públicamente sobre ese tipo de temas no tiene nada de malo, ¿verdad? Pero alguien por ahí se sentía tan incómodo, por algunas razones incomprensibles, o tal vez por sus propias heridas, por desórdenes emocionales, por disfunción familiar, por falta de calor de un hogar, o simplemente porque la vida le apestaba. ¡Tristemente así es! ¿Y cuál fue el resultado? La firme intención de terminar con la vida de Kirk. Y así lo hizo. Tyler Robinson, un joven de 22 años, le disparó a Kirk, a pesar incluso de que Kirk tenía mucha cercanía con el presidente Trump.
Es decir, frente a tantos y tantos acontecimientos inexplicables en este planeta, frente a nuestra percepción clara de confusión, incluso frente a la muchas veces visceral conmoción de ser testigos absortos de tanto caos, pensamos: ¿qué está pasando con la gente? ¿Será que la luz que deberían tener en su corazón cada vez se está apagando más y más, hasta solo dejar en ellos oscuridad?
Si pensáramos que cada acto de bondad nos será recompensado y que cada acto de crueldad nos destruirá, entenderíamos que deberíamos dejar de adulterar nuestras propias balanzas para manejarnos con pesas exactas, por nuestro propio bien y el bien de quienes vienen detrás nuestro. (O)