Del dicho al hecho

Preocupa la afirmación en circulación que expresa “Ecuador, el país con más visión medioambiental, está bajo ataque” buscando transmitir la idea de que toda decisión política reciente, constituye un retroceso y un desmantelamiento de avances ambientales que colocaron al país en un lugar de vanguardia.
Ese texto, rigurosamente analizado, lleva sin duda a enfatizar que el debate ambiental requiere menos consignas alarmistas y más realismo; pues la fusión ministerial planteada no es un derrumbe como se afirma, tampoco hay un abandono de la política ambiental; y, la co-gestión que se busca no es una amenaza, más bien debe ser vista como una oportunidad.
Ahora bien, frente al temor manifiesto de las ONGs, cabe advertir que la verdadera sociedad civil, no debería temer la regulación y la transparencia; mas aún en un momento en el que el país enfrenta una crisis económica, fiscal y de seguridad sin precedentes.
Para mí, el asunto se inscribe más bien en imaginar cómo destruir un país desde la pasividad y la intemperancia, para afectar a un gobierno.
No únicamente con bombas o invasiones. También desde adentro, cuando sus ciudadanos normalizan la queja vacía, se refugian en la pasividad y reaccionan con intemperancia ante los desafíos del desarrollo.
La crítica legítima es necesaria en democracia, pero cuando se convierte en un lamento perpetuo, restrictivo y sin propuesta, solo alimenta la frustración colectiva. Ese hábito de quejarse sin pausa, sin propósito de cambiar nada, no es más que el reclamo pernicioso de autodestrucción que se busca instalar en el día a día de la gente.
Mientras la corrupción encuentra espacio, la violencia gana terreno y la desigualdad se profundiza, otra vía de demolición contra la nación es la pasividad. Ese mirar de lejos, ese “ya se arreglará solo” bajo la excusa de que “siempre ha sido así”, actitud que convierte a la ciudadanía en simple espectadora de sus propios problemas.
Entonces, la política, que debería ser mediación, se convierte en intemperancia frente al desarrollo, un ring donde nadie gana y el país entero pierde. Porque cada reforma, cada intento de modernizar el Estado, cada propuesta de inversión o innovación termina enfrentada con gritos, reacciones desmedidas o desconfianzas totales.
Resumiendo, navegamos en un círculo vicioso. “La queja vacía que paraliza, la pasividad que se perpetúa y la intemperancia que bloquea”. El resultado: simplemente un país condenado a repetir sus crisis, a vivir atrapado en la improvisación y a rechazar todo lo que implique esfuerzo y cambio real.
Salir de esa espiral no es tarea exclusiva de un gobierno. Exige crítica responsable, requiere participación activa, y demanda templanza en el disenso. En otras palabras: exige ciudadanía.
Porque destruir un país con la queja, la apatía y la rabia ciega es sencillo. Lo difícil y urgente es construirlo desde la acción, la responsabilidad y la esperanza inteligente. Porque un país no se salva únicamente desde el gobierno; se reconstruye desde la conciencia activa de sus ciudadanos.
Ecuador sigue siendo un país con enorme visión medioambiental, no porque se resista a todo cambio institucional, sino porque en su gente existe un compromiso genuino con la naturaleza. Pero esa visión debe adaptarse a los desafíos de la hora: seguridad, empleo, déficit fiscal.
El verdadero reto no es elegir entre desarrollo o ecología, sino construir un modelo de equilibrio.
Instalar el falso dilema de que cualquier reforma equivale a un “ataque”, nos condena a debates estériles y a perder de vista lo esencial: cómo vivir, crecer y proteger al mismo tiempo. (O)