¿Por qué importan unas vidas más que otras?

La reciente desaparición forzada de los cuatro niños y adolescentes del sector de Las Malvinas ha dejado al descubierto una dolorosa verdad que el país intenta evadir: en el Ecuador, unas vidas valen más que otras. La respuesta del Estado ante este crimen fue un espejo que refleja la jerarquía del dolor, la selectividad de la justicia y el racismo estructural que aún atraviesa nuestras instituciones.
Mientras las familias de los jóvenes clamaban por ayuda, el ministro de Defensa no dudó en criminalizarlos públicamente, como si la pobreza y el color de piel justificaran la sospecha. Solo la presión popular logró que el funcionario rectificara, aunque su disculpa vino acompañada de un “pero”, objetando las decisiones judiciales que intentaban garantizar derechos básicos. En contraste, cuando en ese mismo mes fue asesinado un empresario en Samborondón, la reacción estatal fue inmediata: partes oficiales, recompensas y un despliegue policial ejemplar. Esa diferencia en la respuesta no fue casualidad, fue una muestra más de cómo se construye una ciudadanía de primera y de segunda clase.
El gobierno ha demostrado que sí puede movilizar recursos y funcionarios cuando lo considera necesario. Lo hizo, por ejemplo, frente a las protestas tras la eliminación del subsidio al diésel, enviando ministros, bonos, tractores y promesas a las provincias más descontentas. Sin embargo, esa misma urgencia no llega nunca a los territorios afroecuatorianos, donde la pobreza se vive como una herencia impuesta: Esmeraldas, el Valle del Chota, los suburbios de Guayaquil. Lugares que solo aparecen en el discurso oficial cuando conviene políticamente, pero que el Estado abandona cuando se trata de garantizar derechos, educación, seguridad o justicia.
A esta indiferencia se suma la hipocresía con que el gobierno utiliza a los afrodescendientes cuando le conviene. Basta ver cómo se apropian de los triunfos deportivos para proyectar una falsa imagen de inclusión. Lo hicieron con Pacho cuando apareció junto al hijo del presidente, tomado de la mano en pleno partido entre Ecuador y Argentina, como símbolo de “unidad nacional”. Lo repitieron recientemente con las campeonas mundiales Juleisy Angulo en jabalina, Génesis Reasco en lucha libre y Kiara Rodríguez en para atletismo. Se tomaron fotos, pronunciaron discursos y escribieron frases vacías en redes sociales: “orgullo del país”, “las mujeres más fuertes del Ecuador”. Pero esas mismas autoridades guardan silencio ante la violencia que sufre la población afrodescendiente todos los días, ante los barrios olvidados, las madres que buscan justicia y los jóvenes desaparecidos que no son noticia.
No hay garantías para protestar sin ser señalados. Basta alzar la voz para ser racializados, llamados “vagos”, “delincuentes”. Mi lucha y resistencia se ejercen desde este espacio de opinión. Porque escribir, denunciar y recordar también es una forma de exigir justicia. No podemos aceptar que el valor de una vida dependa de su color de piel, y su apellido. La verdadera democracia solo será posible cuando todas las vidas importen por igual, sin peros, sin privilegios y sin silencios.