Los bigotes del virrey / Pedro Reino Garcés

Columnistas, Opinión

Cándido bajaba una callejuela con paredones de piedras desgastadas por el abuso del poder. Pensaba en el compromiso de ubicar los restos enterrados del virrey Núñez de Vela para obtener alguna recompensa de su investigador. Sabía muchas historias de ocultamientos de cadáveres, de encubrimientos forzosos de los despojos para evitar esas venganzas que llevan en el alma la saña de los enemigos. Se le vino a la memoria lo que hicieron con el Mariscal Sucre que fue escondido en las iglesias de Quito después de haber sido removido de las capillas de las haciendas de la Marquesa de Solanda. Donde  exhumaron sus restos, el ataúd estaba lleno de ladrillos.  

Le habían avisado que en una tienda de antigüedades que vendían caretas y  pelucas coloniales. Muchos sabían que disponían de  bigotes auténticos de personajes  de esa época. De ahí salían disfrazados de virreyes con capas y coronas teatralizando actitudes de mandones. En realidad era una tienda de disfraces muy concurrida por cholos. Es un buen lugar para obtener información y referencias. Y sin más, Cándido  buscó los modos para entrar en  negocio. 

Hay un loco que me trae objetos sacados quien sabe de dónde, le comentó el tendero. Él me vende todo por auténtico. Yo solamente pongo en manos de mis clientes porque  no puedo enojarme por culpa de los  encargos del paranoico que, según dicen, se había desquiciado después de un garrotazo que le habían dado unos mestizos, cansados de sus petulancias de aristocracia con que vivía alabándose a gritos en un zaguán, en el casco colonial. 

Me acuerdo que vino acá a mí tienda, y el loco me dijo que tenía unos papeles viejos, en donde se daban por ciertos que los bigotes habían pertenecido de Núñez de Vela. El tendero sacó un manuscrito que lo guardaba entre unos cueros repujados y se los mostró a Cándido, repitiéndole que decían estaban escritos por alguien que participó en la batalla. Hay que estudiar el documento, argumentó Cándido, y es preciso que yo haga la lectura. Y tomando el papel en sus manos ávidamente iba recorriendo palabras y renglones:

“Yo me guardé los bigotes del virrey en una shigrita pequeñuela que me regaló una india. Es que después que le subieron a la picota, viendo que en la cabeza decapitada todavía le quedaba la raíz de su nobleza, “No contento con ello, Benito Suárez hizo que le cortaran la barba y el bigote, poniéndolos en su sombrero a guisa de adorno o emblema; otros le imitaron, como un tal Juan de la Torre (llamado “el madrileño” para distinguirlo de su homónimo, el de los Trece de la Fama)” (Wikipedia). Los bigotes volaron con esos vientos que hacen en Quito y con los movimientos que surgían del tumulto de los vencedores pizarristas. Yo los recogí de entre los cascos de los caballos y de entre los pisotones de la gente y de los indios que todo lo atropellaban. 

A decir verdad, me guardé algunos bigotes y barbas de nobles. Entre ellos estaba   un bigote puntiagudo y un mechón de barba. Yo me acuerdo claramente que contaban que “Los cabellos del hombre sirven para abatir los vapores, si al quemarlos se los hace oler a los enfermos…que la orina del hombre recién expedida, es buena para los vapores histéricos. Buchoz recomienda la leche de mujer, el alimento natural por excelencia,  para cualquiera de las afecciones nerviosas, y la orina para todas las formas de enfermedades hipocondriacas. Pero son las convulsiones, desde el espasmo histérico hasta la epilepsia, las que atraen con mayor obstinación los remedios humanos, sobre todo aquellos que se pueden tomar del cráneo, parte la más preciosa del hombre. Hay en la convulsión una violencia que solo puede ser combatida  por la violencia misma; por ello durante largo tiempo se ha utilizado el cráneo de los ahorcados, muertos por la mano del hombre, y cuyo cadáver no ha sido enterrado en tierra bendita. Lemery cita el frecuente uso de polvo de los huesos del cráneo; pero si le creemos, ese magisterio es solo de “una cabeza muerta” y privado de virtudes. Mejor será emplear, en su lugar el cráneo o el cerebro “de un hombre joven recién muerto de muerte violenta”. Así contra las convulsiones se utilizaba sangre humana aún caliente, teniendo cuidado sin embargo de no abusar de esta terapéutica, cuyo exceso puede provocar la manía”. Foucault, Historia de la locura, p. 468). Esto evidencia la confusión que había entre moral y medicina, cosa que ahora se diría que es una estupidez.

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