Idolatría política: el error que mantiene al país estancado

En nuestro país se ha vuelto costumbre elevar a los gobernantes a la categoría de salvadores, como si su elección fuera suficiente para cambiar de inmediato la realidad. Pero una y otra vez comprobamos que ningún líder político, por más moderno o prometedor que se presente, puede sustituir la responsabilidad ética y cívica de un pueblo vigilante. Convertir a un gobernante en un ídolo solo conduce a la decepción, porque la idolatría política siempre termina chocando con la realidad de las decisiones injustas y de las promesas incumplidas.
Los últimos meses lo han demostrado con crudeza. Aquellos que ofrecieron aliviar la carga del pueblo han impuesto medidas que golpean con mayor fuerza a quienes tienen menos. El aumento del IVA, la eliminación de los subsidios al combustible y la falta de compensación para los sectores más vulnerables revelan una desconexión peligrosa entre el discurso y la acción. Mientras tanto, las áreas esenciales —educación, salud y seguridad— siguen sin mostrar avances tangibles. Las escuelas continúan deterioradas, los hospitales sin recursos suficientes y la inseguridad se ha normalizado como un mal inevitable. La brecha entre lo prometido y lo ejecutado solo aumenta el cansancio social.
Frente a esta realidad, también debemos señalar otro problema creciente: la necesidad del gobierno de mantener al país distraído entre consultas populares y debates innecesarios. Estas estrategias no resuelven las urgencias nacionales; solo alimentan la polarización y profundizan las peleas entre ciudadanos que, independientemente de su postura política, comparten las mismas carencias y preocupaciones. Un país dividido es más fácil de manipular y más difícil de reconstruir. Por ello, se requiere un liderazgo que gobierne con empatía, que haga cumplir las leyes y que busque unir, no enfrentar.
Sin embargo, este editorial no es únicamente una crítica al poder, sino un llamado urgente a la ciudadanía. No podemos seguir entregando nuestra voluntad, nuestra conciencia y nuestro criterio a figuras políticas que no asumen su responsabilidad. Un país solo cambia cuando su pueblo deja de idealizar a los gobernantes y empieza a exigir, participar y supervisar. La verdadera transformación no nace de las urnas, sino de la madurez colectiva.
Los ídolos caen, los gobiernos pasan. Lo que permanece —para bien o para mal— es la calidad moral y la determinación de su ciudadanía. Y es ahí donde empieza la historia que aún podemos escribir. (O)
