El trueno horrendo/ Guillermo Tapia

Columnistas, Opinión

En esta época de «confinamiento pandémicus», adobada por la cascada informativa que fluye incontenible, abriéndose paso entre pensamientos restrictivos y mentalidades abiertas, entre voces opacadas y gritos desenfrenados, entre peldaños logrados y barreras levantadas, entre observancia de la ley y avasallamiento pernicioso; coadyuva sin duda -sumada- a una menor exposición a la luz solar, a la mayor inversión de trabajo psíquico, al estrés, la ansiedad y la interrupción de nuestros hábitos, a la generación de un estado de aturdimiento, una suerte de ambivalencia ubicada entre el sueño y la vigilia, un estado en el que el individuo no se siente francamente despierto y al que, los especialistas médicos denominan «inercia del sueño». 

Y en esta situación peculiar, abrumados -como digo- de noticias con carga viral negativa, que frecuentemente arrojan “falsos positivos”, con una larga lista de sospechosos y unos cuantos culpables en capilla, la gente ya no sabe para donde correr. Claro, si es que aún puede hacerlo, porque, si hasta hace poco para algunos «salir del closet» era un mito, hoy, para todos, salir del escondite casero, es realmente un peligro. Y ese riesgo, no todos están conscientemente dispuestos a asumirlo, salvo, que las circunstancias de vida lo impongan.

Por ahora, voy a detener mi comentario a esta última advertencia, que a la postre será la que ilustre el razonamiento a seguir.

Todos, sin excepción estamos impelidos a correr riesgos. Unos más que otros. Y esta condición de vida nos ha llevado a un punto de reflexión madura, porque no podemos cerrar los ojos ante posiciones extremas de pobreza, como tampoco, ante usurpaciones descomedidas de derechos de uso de los beneficios de un reconocimiento especial, especialísimo, a quienes -sin proponerse- enfrentan una discapacidad tal que, hace de su habitual desempeño, una lucha constante para seguir en este planeta prodigando amor, ternura, reflexión y ejemplo.

Contrariamente, la sangre circula en las venas como si estuviera en un proceso de ebullición, sobresaltada con cada señalamiento de las incorrecciones humanas que ahora son comidilla de pasillo y fuente de comentarios «acremente increpados al viento» porque varios de los personajes escogidos -como fuente de inspiración- por los acuciosos periodistas, se ven forzados a ventilar su dolor y su tragedia en medio del vendaval público, cuando quien debía verificar y contrastar, la pertinencia de los hechos antes de hacerlos públicos, no lo hace o se olvida de llevarlo a cabo. 

La molestia es mayor, sin duda, cuando -independientemente del cumplimiento de la acuciosidad mencionada- se pueden advertir usos controvertidos de carnets de discapacidad en manos de quienes, en claro juicio, no deberían tenerlos. Y más, cuando escuchamos las voces de aquellos que debiendo ser merecedores de ese reconocimiento especial del Estado, siguen sin ser atendidos como deberían, frente a unos vivarachos, acostumbrados a ingresar y salir por las ventanas, que no solo que tienen esa foto carnetizada, sino que además, ya disfrutan de las comodidades excepcionales de esa condición inmejorable de la apropiación indebida de derechos.

Cambiar el status pernicioso es un desafío a asumir, tan grande e importante como la subsistencia misma a la pandemia que debemos enfrentar y superar. La legislación existente permite actuaciones jurisdiccionales apropiadas para investigar y sancionar. Lo que se necesita -urgentemente- es impulsar las acciones pertinentes para hacerlo, pero a la larga será insuficiente para corregir el mal comportamiento endémico de un país que abandonó la educación y la formación en valores a cambio de un poco de dinero camuflado e indebido, asumido como nuevo status de superación.

Ajustar la legislación para evitar que se sigan suscitando esos males que agobian a la Nación es impostergable. Un par de propuestas ya están caminando. La decisión final siempre estará en nuestras manos. 

¡Hasta entonces! (O)

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