El tránsito de la memoria

Gesticular en púlpito cambiado debe ser tan incómodo como perder canonjías y privilegios obtenidos sin esfuerzo; concedidos más bien por la coincidencia y benevolencia de los astros que, en algún momento de la historia se alinearon y dieron paso al desaguisado.
Esa incomodidad no sólo trastorna el sentido que antes les daba poder; la acentúa hasta volver patente una falta de dignidad que, si alguna vez existió, hoy se disuelve en exigencias irracionales. Ese catálogo cada vez más extenso de demandas incoherentes se exhibe como plataforma de lucha por quienes, exaltados y dirigidos, no buscan acuerdos sino la ruptura del orden democrático, para hacerse de “una señal de victoria” a costa del sacrificio ajeno.
Imposible para ellos imaginar -ni siquiera por mal pensamiento- que la cordura que reclama la mayoría nacional pueda surgir de una concesión indígena. Para quienes instrumentalizan el “territorio ancestral” y para los advenedizos que les sirven de coro, cualquier gesto de desprendimiento sería una claudicación intolerable. Por eso, lo que menos les importa es el país: no les interesa el destino de los dieciocho millones de habitantes que integran esta nación; sólo exigen que el gobierno ceda, y que los demás acepten la desobediencia como método legítimo.
Presentar la muerte de un comunero como justificativo último para prolongar la movilización es, además de irresponsable, la prueba de que buscan el “trofeo” del conflicto -el desgaste- y no la razón. “No es una carrera de velocidad sino de resistencia”, proclaman, como si desangrar a la nación fuera un mérito. Esa irracionalidad, camuflada en gestos de desprecio, agrede no sólo a los contrarios sino también a los suyos.
Dificultar la paz social y amenazar la vida del presidente son actos inconcebibles. El chantaje que supone obligar a los ciudadanos a respaldar la protesta bajo amenaza es la forma más burda de imposición. Si alguna vez hubo una causa que merezca diálogo y respeto, hoy queda sepultada por la violencia y la tozudez. Es hora de volver al pacto cívico que ha sustentado la vida republicana y de exigir que la protesta recupere la dignidad del reclamo -no la afrenta permanente- como su razón de ser.
El cambio de roles y el vaivén en el liderazgo de la protesta expone un fenómeno preocupante: cuando la movilización se institucionaliza como fin, las demandas pierden coherencia y el diálogo queda subordinado a la confrontación. Es legítimo protestar, pero cuando el objetivo real es prolongar la movilización hasta desgastar al adversario, la nación entera paga el costo.
Que ciertos sectores se nieguen a reconocer concesiones desde comunidades indígenas revela, además, la instrumentalización política del reclamo. Presentar hechos trágicos como justificación para intensificar el levantamiento y la marcha -en vez de abrir canales de investigación y diálogo- agrava la polarización.
La prioridad -frente a esto- debe ser restablecer el orden público, proteger la vida de todos los ciudadanos y reincorporar la protesta a cauces democráticos y dialogados, en lo estrictamente posible.
Esto último, no significa dar paso a exigencias absurdas, concesiones desmesuradas, ni miradas esquivas.
Demanda sometimiento y aplicación irrestricta de la ley porque las afectaciones, aberraciones e interpretaciones antojadizas de términos y conceptos para favorecer inequidades, históricamente nos ha ubicado en un andarivel de conflictividad y confusión que debe ser superado.
A despecho de quienes, anticipadamente juzgaron como impropia e innecesaria la consulta popular y el referéndum que están siendo instrumentados, la panorámica política y social en debate, no solo que los justifica, sino que conmina con urgencia inaplazable que se lleven a cabo y diluciden el panorama nacional próximo.
¡Pensando en la libertad, enderecemos el rumbo! (O)