Virando la esquina

Columnistas, Opinión

No me voy a preocupar mucho más que antes ni menos que mañana. Seguiré extasiado con la naturaleza, solidario con el dolor y abierto con la mesura y la verdad. Aunque esta última -a veces- duela; escucharé el susurro al oído que me frecuenta desde la reflexión, como antesala de la conciencia.

Insistiré en señalar que, de hace algunos años, la región y el mundo atraviesan un proceso silencioso y profundo de erosión del debate público. No siendo novedad, presumo que tampoco es permisible silenciar el pensamiento para dejar de apuntalar que no se trata solamente de una crisis política, ni de la corrupción omnipresente expuesta, como causa generadora del desgaste de la confianza ciudadana. 

La problemática supera el personalismo político e invade otros campos del saber. La diligente opinión y narrativa noticiosa -si se quiere- evidencia que (entre otros) el periodismo es un sector que ha optado por alinearse con el ilusionismo político, abandonando su independencia crítica.

Entregarse a esperanzas -con o sin fundamento real de que sucedan- alienta divisiones y convierte lecciones morales en producto editorial de esa “parcialidad gremial”. Pero ojo, no se trata, ni hablamos de afinidades ideológicas legítimas en democracia. Sino de un tránsito espontáneo, paulatino y preocupante: del periodismo al activismo.

Este viaje, no es malo per se. Pero sí, incómodo y cuestionable en medida de convivir -sin asco- noticia y pertenencia; y, pecar al pretender dar lecciones de moralidad y comportamiento: a colegas y vecinos.

Excepciones confirman la regla. Tanto qué, desde algunas tribunas, se observa a “comunicadores” dedicados más a descalificar a colegas y fustigar sin misericordia al poder de turno, que mantener su atención en el ciclo investigativo de la noticia.

Todo haría pensar que, en ese comportamiento, subyace algún tema de tipo personal que lleva a insistir en una obsesión o empecinamiento. 

La norma tácita de respeto profesional -“entre bomberos no se pisan la manguera” o “perro no come perro”- se ha roto.

Resultado: ¿un gremio fragmentado?… Ciertos personajes (en su mayoría ubicados en la “izquierda”) arrogándose la tarea de dictar lecciones de periodismo y moralidad pública al resto.

Esa “superioridad ética” contrasta con su empeño por blindar narrativas que absuelven al poder político afín, mientras arremeten contra quienes, desde fuera de su línea, ejercen o aspiran al poder.

El precio es alto: mensajes e informaciones pierden credibilidad. Las voces pierden eco.

Una supuesta “primera división” del periodismo, reservada para quienes apoyan el relato oficialista; y, una “relegación” de quienes investigan sin concesiones.

Pero esa jerarquía es artificial: el periodismo se legitima por su trabajo, no por la militancia.

El llamado “periodismo progresista” parece atrapado en un hechizo ideológico del que no quiere -o no puede- despertar.

Ante gobiernos con los que simpatiza, su sentido crítico se evapora. Prima la lógica defensa de la causa por encima del escrutinio riguroso, al punto que, quien publica investigaciones que incomodan no es visto como periodista, sino como adversario.

Cuando el periodismo renuncia a su función de fiscalización para proteger a líderes carismáticos o sus gobiernos, las democracias pierden uno de sus contrapesos esenciales. Y cuando las voces quedan atrapadas en burbujas ideológicas, ningún dato -por demoledor que fuere- parece suficiente para romper el hechizo.

En países como el nuestro, no puede permitirse un periodismo dividido entre seguidores y herejes. Se necesita periodistas que cuestionen, no que aplaudan; que investiguen, no que repitan; y miren de frente, sin desviar la mirada. (O)

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