Silencios cómplices… palabras sueltas

La opinión pública se ha convertido en un ruido incesante, donde todos parecen tener algo que decir, pero pocos algo que sostener. Y aunque las palabras se multiplican y se lanzan al aire como hojas sueltas, hay silencios que protegen y silencios que encubren.
Apena decir que, en Ecuador, todo apunta a señalar que abundan los segundos, porque el silencio se ha vuelto refugio del miedo, coartada de la indiferencia y estrategia de la conveniencia. Muchos callan no por prudencia, sino por cálculo frente a la corrupción, la violencia o el abuso del poder. Ese callar colectivo termina siendo más elocuente que cualquier discurso.
En el espacio público, donde debería primar el respeto por la diferencia y el debate razonado, predomina una lógica de sospecha, cálculo y beneficio inmediato. ¡Paradójicamente, hablamos más que nunca, pero nos entendemos menos! El país no necesita más voces que griten, sino más conciencias que piensen.
Porque lo que comenzó como reclamo terminó convertido en laboratorio del caos. En medio de las barricadas, la protesta se mezcló con el contubernio: dirigentes que negocian en voz baja, actores políticos que aplauden en público y financistas que observan desde la sombra.
Los paros nacionales son un espejo. Reflejan el estado de ánimo y la capacidad de convivencia de una sociedad que, cada cierto tiempo, parece debatirse entre la indignación legítima y la manipulación interesada. Más grave aún: una sociedad sometida a una “ideología sucumbida”, que subsiste en la amenaza y el terror.
Entonces, romper el silencio no basta. Hablar no significa opinar, sino asumir el peso de la palabra. La historia reciente muestra cómo, bajo el discurso del consenso, se ha ido normalizando la componenda, de tal manera que pactar ya no significa buscar puntos de encuentro en favor del país, sino asegurar cuotas, blindar aliados y garantizar impunidades.
Por ello, la firmeza de un gobierno que actúa con visión de país puede marcar la diferencia, especialmente en un mundo en el que la política se ha vuelto un ejercicio de supervivencia y no de visión; y los acuerdos, un refugio para quienes temen perder poder más que perder principios.
Un Estado desfondado, una sociedad acostumbrada a convivir con el delito y una dirigencia que, a fuerza de contubernios, terminó borrando las fronteras entre lo legal y lo criminal; una sociedad que desconfía de todo y una moral pública erosionada hasta el cinismo no son el mejor escenario para resurgir y avanzar. Pero justamente ahí, el tesón y la convicción de un líder que no claudica se convierten en el horizonte a seguir, y sus propuestas, en el sustento que fortalece el camino para progresar.
Lo que ayer fue paro, hoy es advertencia. Lo que ayer se presentó como demanda social, hoy se traduce en intimidación a una mayoría y negación a una consulta.
Ha llegado el momento de recuperar el valor del silencio que reflexiona y de la palabra que compromete. Cuanto la aplicación irrestricta de la ley en contra del terrorismo y el desafuero.
La razón y la paz no tienen límite. Solo entonces la convivencia dejará de ser consigna y volverá a ser encuentro. (O)
