Recuperación de la racionalidad política

Columnistas, Opinión

Es una realidad evidente que América Latina políticamente va recuperando espacios de racionalidad y democracia, aunque no se trate de un proceso uniforme, ni exento de contradicciones, ni libre de temas pendientes.

En distintos países se percibe una corriente de renovación que busca superar los excesos del populismo, las tentaciones autoritarias, las posturas atrabiliarias, las apropiaciones indebidas y la parálisis institucional evidenciadas en las últimas décadas. 

El cambio que se advierte es -sin duda- un síntoma de avance y de transformación, aunque todavía frágil y sujeto a vaivenes, pero persistente y decisivo.

La región, tres décadas atrás, dio paso a un ciclo marcado por la incertidumbre y la polarización. Líderes “carismáticos y conflictivos”, de izquierda y de derecha, impulsaron proyectos que prometían refundar la política y responder a las demandas históricas de justicia social. En algunos casos propiciaron incluso la expedición de Constituciones ajustadas a su biotipo, pero, sin embargo, los resultados no alcanzaron las expectativas ofertadas: crisis económicas, escándalos de corrupción y abusos de poder dejaron un sabor amargo en amplios sectores de la población. 

Esa experiencia parece estar generando un aprendizaje colectivo: los ciudadanos valoran cada vez más la eficacia de las instituciones, la honestidad de la gestión, la estabilidad económica y el respeto a las reglas democráticas.

El comportamiento electoral habla por sí solo. Independientemente del mandato cumplido, los votantes se muestran menos fieles a los partidos y más dispuestos a sancionar a gobiernos ineficaces y abusivos. Ni se diga, a los que se han prolongado artificiosamente y continúan saboreando las delicias del poder. 

Las urnas se han convertido en el instrumento más claro para recordar que la democracia no es patrimonio de nadie y que el poder siempre es prestado. De ahí que la alternancia en el mandato ya no se interprete como un retroceso, sino como una muestra de salud democrática.

Aunque presiones políticas y casos de manipulación cuyos influjos persisten, acciones de fiscalía, fallos judiciales e intervenciones de los órganos de control de cuentas recuperan protagonismo, observan, limitan y ponen freno a los gobiernos e intentos de concentración de poder y sancionan el uso indebido de recursos e inversiones.

El proceso es lento y desigual, pero abre una señal de esperanza: la democracia latinoamericana no está condenada a ser fácil rehén del caudillismo.

No obstante, los desafíos son enormes. El desequilibrio continúa siendo la marca más dolorosa de la región, y en muchos países la inseguridad se ha convertido en el problema más urgente para los ciudadanos. El crimen organizado, el narco delito, la debilidad de las policías y la corrupción institucional erosionan la confianza en el Estado. 

Cualquier avance en racionalidad política corre el riesgo de verse opacado por la frustración social, si no se resuelven estas cuestiones. ¡Ese es el gran desafío!

La democracia no puede ser solo un mecanismo electoral: debe traducirse en una vida más digna, en servicios públicos de calidad y en oportunidades reales para las mayorías. En lo dicho, la tarea de los liderazgos emergentes no puede ser otra que la de evitar la tentación del atajo populista y demostrar que la política puede responder de manera efectiva y transparente a las necesidades ciudadanas. 

El cambio no debe sobredimensionarse, tampoco minimizarse y mucho menos abandonarse.

El vecindario internacional, en su diversidad y complejidad, paulatinamente ajusta sus propios patrones de resiliencia y progreso. Cada nación, con sus propias circunstancias históricas, culturales y políticas, redefine el significado de avanzar en un mundo sacudido por crisis múltiples: climáticas, económicas, de seguridad, democráticas y tecnológicas.

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