Reflexiones infinitas / Jaime Guevara Sánchez

Columnistas, Opinión

La erupción del Tungurahua es un ‘recorderis’ de la tierra -el barrio cósmico en que vivimos-, sobre las limitaciones del ser humano. No importa cuantos sabios existan en el mundo ni cuanta ciencia dominen, ante las fuerzas cósmicas, el poder humano resulta una broma. El momento que el volcán Tungurahua decide toser, el hombre agacha la cabeza ante el coloso y masculla tímidamente: «Lo que usted ordene majestad».

El proceso de crecer como especies no es demasiado diferente del proceso crecer como individuo. Maduramos como especies cósmicas cuando aceptamos el hecho de que el universo no existe para nuestra exclusiva conveniencia. La primera gran sacudida del ego de las especies la dio Copérnico, cuando descubrió que la tierra no era el centro de todas las cosas. Aún después de que las especies humanas se ajustaron a la realidad copernicana, persistieron en la creencia de que el universo fue diseñado con la vida humana en el centro del todo.

Hoy debemos ‘firmar’ la paz con la realidad que, aunque podamos ser especies altamente privilegiadas, tal vez no seamos categoría única. Debemos regularnos, finalmente, al hecho de que el universo no fue construido para nuestro particular beneficio.

Ante el estornudo del Tungurahua, de que sirven los millones de los millonarios criollos. ¿Pueden comprar una bomba poderosa y hacer callar al volcán? Nones. No le haría ni cosquillas, frente el poder del cosmos, como lo somos todos con marchantes con centavos en el bolsillo para el bus urbano.

Entonces, conviene reflexionar sobre nuestra exacta realidad como parte infinitesimal del cosmos. Aceptando nuestra realidad, descubriremos briremos que lejos de sentirnos disminuidos, debemos percatarnos de cierta sensación de privilegio. El Tungurahua nos abre un camino hacia la gran reflexión. Tenemos nuevos mundos que contemplar; nuevas conexiones que hacer, estructurar nuevas conciencias éticas.

Un rendez-vous con el infinito se convierte en nosotros mismos.

En sentido relativo, la vida es todavía suficientemente rara para satisfacer el ego más exigente de las especies. Pero lo importante es que, cualquiera sea su lugar en el infinito, la vida es infinitamente preciosa. Es preciosa por lo que es, no en razón de cualquier prevalencia universal que pudiera tener; mucho menos en razón de caprichos tangibles que pudiera exhibir.

Es preciosa porque la mente humana puede contemplar cuestiones como las que nos presenta el Tungurahua. Es preciosa porque tenemos acceso al fenómeno de causa y efecto. Podemos, entonces, morar en las experiencias y así, de este modo, engrandecer nuestra propia era. Todo lo ‘demás’ es hojarasca efímera… (O)

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