Persecución política / Fabricio Dávila Espinoza

Columnistas, Opinión



En democracia no debería existir persecución a los ciudadanos, esta práctica es propia de los regímenes dictatoriales. 

Persecución procede del latín persecutio y es el resultado del prefijo “per”, equivalente a “a través de” y el verbo “sequi”, sinónimo de “seguir”. Para su uso, el diccionario de la RAE (Real Academia española) propone siete significados: seguir a quien va huyendo; seguir o buscar a alguien en todas partes con frecuencia e importunidad; molestar, conseguir que alguien sufra o padezca procurando hacerle el mayor daño posible; tratar de conseguir o de alcanzar algo; suceder repetidas veces en la vida de alguien; solicitar o pretender con frecuencia, instancia o molestia y proceder judicialmente contra alguien y contra una falta o un delito.

Los ciudadanos de cuello blanco acusados de presuntos delitos y otros con sentencia de la justicia suelen aparecer, por cuenta propia o por emisarios, bajo el membrete de perseguidos políticos. Es casi un logro auto-declararse víctima del odio de un gobierno, sobre todo cuando hay denuncias, pruebas y evidencias que por su tamaño difícilmente pueden esconderse. 

Negar la existencia de un sistema de corrupción en el Ecuador y en toda América Latina, con niveles de desvergüenza espeluznantes, sería una tarea inútil. Aun así, los actores políticos y las autoridades que cumplen funciones en el momento, sólo reconocen a los corruptos cuando visten una camiseta del color adversario. Unos y otros confían en la Justicia, defienden la libertad y apoyan la democracia, hasta que sufren los rigores de la ley o pasan al bando de la oposición. A partir de ese momento se convierten en presos o perseguidos políticos, más de una vez, viviendo la pena del exilio como huéspedes de lujosas mansiones. 

El expresidente Rafael Correa califica como persecución política el juicio en el caso sobornos, la familia Bucaram, con la consigna “viva la patria”, patrocina la misma tesis, al igual que los asambleístas fugados a México, el “joven empresario” Salcedo y otros más. Todos defienden su inocencia con idéntico discurso, amparados por la debilidad de las instituciones del Estado. 

A pesar que las dictaduras militares abandonaron el escenario político varias décadas atrás, el Ecuador tiene una democracia tan deficiente, que los culpables o presuntos delincuentes no son más que perseguidos del gobierno en turno, para más tarde ser candidatos en busca de revancha. (O)

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