Nudos de hoy

Columnistas, Opinión

Estamos atravesando días enredados hasta la pared del frente. Muy preocupados con el laberinto político que el paso de las horas ha ido degenerando en posibles casos de corrupción generalizada, publicados en medios internacionales. Lo negro del escenario no es nuevo, pero sí es sorprendente los montos descomunales de dinero en juego.

Muchos países han intentado conceptuar el delito político oponiendo a los actores honestos contra los corruptos. Existe una contraposición entre quien no tiene poder con el poderoso. Sin embargo, con menor énfasis en su ubicación en la estructura social, y sin casi ninguna comparación de moralidades diferentes.

Cuando quienes decoran al honesto, sin fuerza ni poder, con la verdad y confianza de los principios morales, y al corrupto poderoso con perversión moral y mala práctica ética, no operan en el conflicto entre la moralidad correcta del honesto y la moralidad errónea del corrupto. Dicho de otra manera, exhortan al corrupto poderoso mediante hipocresía y doble estándar.

Varios tratados no aceptan la moral del poderoso como moralidad, mientras que los principios morales del carente de poder, están suprimidos. Entonces aparece el enfoque del honesto versus el corrupto de los principios morales de quienes carecen de poder, considerados, por el orden reinante, como el escenario único de lo correcto y de lo ético.

Sin embargo, esta forma de conceptuar los delitos políticos establece que el poderoso solo simula virtud o bondad, pretende moralidad, pero en la realidad no vive las proclamas de los estándares morales prescritos para la sociedad total. En otras palabras, la aparente promiscuidad del poderoso demuestra un patrón doble. Mientras se precia en predicar virtudes morales y demandas éticas que deberían regular a la sociedad, el poder en sí mismo no las cumple.

Resultado: el actor del delito político no rechaza los principios éticos del poder reinante. Comparte y está de acuerdo con ellos, pero comete el delito político para ayudar a esta supuesta moralidad que debería incluir el comportamiento de todos los miembros de la sociedad, aun de aquellos en el poder.

Bajo esta concepción, la meta de los delitos políticos no es el gobierno de la moral social y política prescrita sino, más bien, el carácter inmoral del poder que se desvía de la moralidad que prescribe para otros… El actor del delito político se rebela contra el hecho de que el poder gobernante no aplica, de cualquier manera, la moralidad “correcta” para sí mismo. (O)

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