Mangos de Samborondón

Columnistas, Opinión

Nadie se percató en el momento en que el boletero entró al vagón del loco, y justamente lo encontró en el uso de la palabra:

Cuando mi hermano Calixto estuvo de viaje a Londres en el año de 1899, sus riquezas iban y venían por el mar. Él tenía unos delfines de plata que nadaban brillantes entre Guayaquil y  el Callao. Me conversaba que cuando se sentaba a la mesa, en su casa de Lima, en la calle del ‘Arzobispo’, número 59 altos, los peces gordos saltaban de alegría mostrando sus opulentas barrigas por entre las botonaduras de sus sotanas. Los peces nadaban con su cardumen en su regia bajilla de comerciante de porcelanas que importaba hasta de la China. Decían que era el  hombre más acaudalado de las costas del Pacífico Sur. Tenía mirada de pez grande para engullirse los atardeceres cuando los soles de oro puro caían por el mar. Oteaba los horizontes del norte del Callao por donde miraba la luna  de Guayaquil, y como era de plata, estaba dispuesto a meterla en los bancos de Londres. Pero como era sentimental, me dijo que en uno de los inviernos venideros, haría llover sus esterlinas sobre la tierra que nos vio nacer.

 Le interrumpió doña Ángela expresando: Era de ver cómo extrañaba los mangos de Samborondón. Me parece ver la forma cómo se chorreaba, cuando  llevaba a su boca la fruta  de sus deseos. ¡Ah!, los jugosos mangos de Samborondón, donde pasamos nuestra feliz infancia. Allá veíamos al río Guayas como un gigante vencido que no podía recoger sus piernas, porque estaban amarradas a la cordillera de los Andes, tanto por el Daule como por  el Babahoyo. Nuestro río se quedaba dormido chorreándose los mangos hasta que los pelícanos le picoteaban  para que despertara a la realidad. 

Le acompañaba en su mesa nuestra cuñada, doña Clotilde Otero, desde Junio de 1887. Ella vivió yerma por dentro  pensando en los pezones de sus mangos…tal vez en nuestras largas vidas enfitéuticas ocurra algo, rememoraba  conversando en el almuerzo con su marido. Recordaba que su matrimonio fue el día del cumpleaños número cincuenta de su opulento esposo.

Ese día también chupamos los mangos de Samborondón que los fuimos llevando a Lima. ¡Qué bueno que te apasiones por el olor y por el sabor, le decía a su mujer. Esta es realmente la fruta del paraíso. Desde entonces ella decía que a su marido se le estaba volviendo la voz amarilla, tal como se le había hecho la sangre. (De mi novela, Tren a Chuchuamba, 2014. Premio Nacional de Literatura). (O)

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