LUCES Y CAMPANAS / Guillermo Tapia Nicola

Columnistas, Opinión

Quienes nos aman, jamás nos dejan y por ello, brillan en las noches y su corazón titila, para dejarnos saber que están allí, que acompañan nuestra huella e iluminan los senderos que se abren a nuestros pasos.

Esa sensación de acompañamiento tiene nombre de madre, de padre, de abuelos, tíos, primos, amigos, parientes y conocidos, convertidos en estrellas, en luceros y, a veces, en cometas que surcando el cielo también marcan un rumbo a seguir.

En este espacio de Navidad, fecha especial del almanaque, desmitificado pero colorido, ideal para compartir, para extender la mano y dar todo cuanto es posible, sin pensar -para nada- en recibir, es, por decir lo menos, un período de regocijo y reflexión, de recordación y de propósito de enmienda, de oración y, por qué no, de compensación y alimento espiritual. 

Lo que no significa, en modo alguno, tendencia selectiva y sesgada. ¡No, de ninguna manera!   Apenas si hemos de referirnos al clima navideño, adornado de pesebres y circundado de rostros habrientos deambulando en las calles, pletórico de inconmensurables actos de devoción, seguidos de otros entarimados de luguria y descomedimiento, que terminan por desplomar la fe de algunos y fortalecer la esperanza de otros. 

Natividad, aterrizada e ideal, propicia para reconocer promesas fallidas, se abre espontánea a la solidaridad, a la expresión ciudadana y al compromiso, aunque políticamente asistamos a una dicotomía pendular que oscila entre deseos y realidad. 

Esta última, aunque legítima, como todo lo que en blanco y negro se presenta para discernir, quizás inoportuna, apresurada y contraria a un propósito más altruista e indispensable, como el de la seguridad ciudadana, por ejemplo, nos ha marcado un estado de latencia y dejado un mal sabor de boca.

Un extraño amargor que rasga el espíritu, agrieta la garganta y se aquieta en la penumbra de la nada, como intentando escapar del asedio y el señalamiento -igualmente legítimos- e irremediables, del transeúnte que sufre el embate y apila el asalto, amortiguado en la pena.

El esfuerzo pendiente, demanda de voluntad, serenidad y sapiencia para superar el clima de desprestigio, molestia e incredulidad que radica en más de una de las funciones públicas.

La gente no pide mucho. Solo certezas. Respeto a sus derechos y garantías a su ejercicio. Algo de transparencia. Algo de humildad. Algo de descencia y sobre todo coherencia y honestidad.

Si finalmente las autoridades se empeñan en hacerlo posible, el país ganará.

Nunca es tarde para intentar ser buenos, aunque sea por una sola y última vez.

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