Espíritu generoso / Guillermo Tapia

Columnistas, Opinión

Con los desajustes electorales ocurridos, propios de una imprudencia quien sabe si “premeditada”, los ecuatorianos hemos asumido la ingrata tarea de pretender ubicarnos entre la espada y la pared, como último recurso de vida sin importar perder de vista el horizonte.  

Los procesos electorales exigen de sus candidatos: no sólo que nos permitan saber de su ideología y de sus propuestas, sino de su generosidad de espíritu y de su capacidad para asimilar triunfos, impactos y derrotas, privilegiando principios y valores.  

Los electores a su vez, no debemos menos que reconocer el fin último que se persigue con cada elección de autoridades: generar y concretar el bien común.   

Solo entonces se descubre la armonía, el equilibrio y la paciencia.  

No cabe que la desesperación obnubile la razón y en tan solo un segundo perdamos el norte que nos junta; esto es, aquella experiencia acumulada por la que, dos terceras partes del país ha escogido cambiar el rumbo, combatir la corrupción y emprender un sendero de progreso con transparencia y respeto, con honorabilidad y cumplimiento, para evitar que se reediten los decenales tiempos vividos.  

Parafraseando, no se trata de ubicarnos en el dilema de la Odisea, cuando Homero tenía que elegir entre navegar muy cercano a Escila, para perder unos cuantos acompañantes en las fauces de los perros, o sucumbir con todos atrapado en el remolino Caribdis.  

Tampoco se trata de elucubrar entre a quien se quiere en segunda vuelta, sino en reconocer y aceptar al que obtuvo los votos suficientes para ello. Por eso, los candidatos están obligados a someterse al veredicto y resultado final.   

Cuesta insistir que la política excluyente nos ha puesto a prueba una vez más y nosotros mismos -quizás por intolerancia- no hemos sido capaces de advertir un diálogo menos riguroso y más afable que, consolide fortalezas y que no las disperse.   

Definitivamente, miramos solo con nuestro deseo y dejamos de percibir la ansiedad de los demás. En una sociedad en la que al 70 % de la población le importa un pepino la corrupción y valora más cualquier oferta que suene a supervivencia de un día a la vez, poco o nada impacta una propuesta planificada que sugiera cambios a mediano y largo plazo. Interesa más el ahora, parar la olla y comer sin importar dónde se tenga que dormir.  

Pero, como País no podemos darnos el lujo de radicalizar una protesta, menos permitirla y peor reaccionar a la provocación para perder la compostura y dar paso a una ilegalidad. Mucho menos, a una estrategia titiritera que emerge de la desgracia de los demás.  

¡Seamos coherentes! Pensemos y concretemos la unidad nacional con espíritu generoso.  

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