El caos nuestro de cada día / Kléver Silva Zaldumbide

Columnistas, Opinión


Creo que todos tenemos conciencia de que somos un país ingobernable y esa ingobernabilidad es sólo un aspecto del estado del caos social en que nos debatimos. ¿Es sólo cuestión de cambiar un gobierno, un modelo, una tendencia política o al final del día lo que se necesita es un cambio de la sociedad misma? Se requiere un cambio profundo del esquema jurídico, pero basta con preguntarnos: ¿De quienes depende estos cambios? ¿Acaso los mismos que se involucran en actos corrompidos y de delincuencia organizada, y que muchos de ellos están incrustados en los organismos responsables de cambiar, autorizar, aprobar, ratificar, validar o legitimar leyes de devolución de lo robado o cualquier castigo, pena, multa, condena o penalización? Tal quimera, tal suicidio ético de estos deshonrados atracadores se desvanece entre sus cinismos y desvergüenzas.

¿Cuál es el país que tiene ex Vicepresidentes en la cárcel por delinquir y les siguen pagando 4.500 dólares mensuales por sus bochornosos y desfalcadores actos? Nuestra política es un trauma, una adicción morbosa del ciudadano común. La vivimos y la sufrimos día a día, nos perturba, nos indigna y nos da pesadumbre. Es, eso sí, un modus vivendi de un grupo de élite que lucra de ella, la ocupación de unos pocos y la preocupación impotente de muchos.

Luce como un circo para pendejos, ellos mientras acaban con el país viendo solo su conveniencia y las del gremio o personaje que los auspicia, y, con sus cuentos circenses, tienen apendejados al pueblo y a los que sí trabajan honestamente.

Hacemos todo a la inversa, buscamos un salvador, un líder mesiánico populista o caudillo que nos pone el cartel de pobre en la cara y reparte pobreza, destruyendo la esencia del ser humano de superación, destruye la familia sometiendo y condicionando su economía a pretexto de que no les gusta la propiedad privada, pero bien que la tienen, bien que la disfrutan, basta “pisarles los talones” y todos los incautos seguidores probarán que estos avivatos y creadores de mafias organizadas nunca viven de la manera como dicen pensar.

Estamos acostumbrados a las incongruencias. Estamos muy lejos de construir una democracia consensuada y sólo el consenso abre los caminos a una gobernabilidad de cualquier país del planeta. La legitimidad de los gobernantes es frágil y su mediocridad es enorme y colmada de oportunismo, y, aunque se creyera que los gobernados no tolerarían el autoritarismo, el despotismo, la tiranía y la grosería, parece que mediante una especie de pseudo-hipnosis les controlan con dadivas sembrando, cultivando y cosechando un ciego conformismo. En Latinoamérica hay una propensión a la dictadura encontrando un despotismo, una falsa revolución permanente cambiando sólo de bolsillo el atraco y los desfalcos. Basta con fijarnos nuestra historia, cada cierto tiempo revolotea la sombra de un tirano, sombra bajo la cual ni la libertad ni la democracia podrían respirar. Además, nuestra vida es sólo invención, inconstancia, improvisación, sobresalto e indisciplina con una tendencia indefectible al desbarajuste y al irrespeto de las normas como hábito imprescindible. Saltar las leyes haciendo gala de una mezcla de ingenio y mala fe, más conocida como la “viveza criolla”. Muy emocionales y seducibles vivimos en la “cultura” del desorden, en el “caos nuestro de cada día” ante el perverso ilusionismo maligno de los politiqueros de turno que con discursos patrioteros siempre provocan las crisis del “sálvese quien pueda”. (O)

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