Del corazón a la boca / Klever Silva Zaldumbide

Columnistas, Opinión

Las palabras, ya sean vocalizadas y convertidas en sonido o formuladas silenciosamente en los pensamientos, pueden ejercer un efecto inimaginable y casi hasta hipnótico sobre las personas. Recordemos que Jesús dijo: “Por tus palabras serás condenado y por tus palabras serás justificado”. “No es lo que entra por su boca lo que contamina al hombre, sino lo que sale de su boca. Y lo que de su boca sale del corazón procede”.

Pongamos atención a todo lo que escuchamos casi a diario, decretos mentales que se hacen verbales con todo su alto poder comprobado: “La pandemia nos arruinó a todos” “Los negocios están malísimos” “Las cosas andan muy malas” “La juventud está perdida” “El tráfico está imposible” “Los ladrones están asaltando en todas las esquinas” “Tengo miedo de salir” “Mira que te vas a caer” “Cuidado que te matas” “Te va a pisar un carro” “¡Vas a romper eso!” “Tengo muy mala suerte” “No puedo comer eso, me hace daño” “Mi mala memoria” “Mi dolor de cabeza.” “Mi reumatismo”, “Mi gastritis” “¡Esa es una desdichada!” “Tenía que ser, cuando no” entre otras. Parece ser que estos viejísimos conceptos, a más de ser auténticamente vivenciales hoy en día, los tenemos arraigados en el corazón por una costumbre social. Sea como sea, lo que propagamos es temor, intranquilidad, inquietud, aflicción y zozobra. Sí, puede ser cierto, pero tener como un slogan mental los pensamientos trágicos de lo ocurrido ayer nos intoxicarán nuestro presente.

De tiempo atrás ya se ha dicho que la palabra es un decreto, si es positivo se manifiesta en bien, si es negativo se manifiesta en mal, si es contra el prójimo es lo mismo que si lo estuviéramos decretando contra nosotros mismos, si es bondadoso y comprensivo hacia el prójimo lo recibiremos bondad y comprensión de los demás hacia nosotros.

Las palabras buscan reducir la realidad a algo que pueda estar al alcance de la mente humana, lo cual no es mucho. Mientras más atentos estamos a atribuir rótulos verbales a las cosas, a las personas o a las situaciones, más superficial e inerte se hace la realidad y más muertos nos sentimos frente a la realidad.

Cuando nos abstenemos de tapar el mundo con palabras y rótulos, recuperamos ese sentido de lo milagroso que la humanidad perdió hace mucho tiempo, cuando en lugar de servirse del pensamiento, se sometió a él. La profundidad retorna a nuestra vida, las cosas recuperan su frescura y novedad, es el espacio quieto entre la percepción y la interpretación. Es fácil perdernos en ellas, dejarnos arrastrar por la idea implícita de que el simple hecho de haberle atribuido una palabra a algo equivale a saber lo que ese algo es.

Todo aquello que podemos percibir, experimentar o pensar es apenas la capa superficial de la realidad. Van Gogh nos dijo: “Esa es sólo una silla vieja”. La observó una y otra vez. Y entonces se sentó ante el lienzo y tomó el pincel. La silla se habría vendido por un par de dólares, pero la pintura de esa misma silla se vendería por millones

Así también las palabras curan o hieren. Los griegos decían que la palabra es divina y elogiaban el silencio. Aunque creamos que tengamos el conocimiento y la verdad, no seamos impositivos ni dictatoriales o destructores de la esperanza, pues las palabras tienen tanta fuerza que podemos destruir hasta lo que hemos tardado muchísimo tiempo en construir. (O)

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