Confinado 32 años en un hotel/ Luis Fernando Torres

Columnistas, Opinión

El personaje central de la monumental novela de Amor Towles, Un Cabalero en Moscú, estuvo encerrado 32 años en el Hotel Metropol de Moscú, entre 1922 y 1954. El Conde Rostov, aristócrata de nacimiento, fue condenado por el Comisariado Bolchevique de Asuntos Internos a pasar el resto de sus días en el hotel donde vivía desde 1918, por haber cometido el delito de escribir, en 1913, el poema, ¿Qué ha sido de él?.

Desde el lujoso Hotel Metropol de Moscú, el Conde fue testigo privilegiado de la evolución del régimen comunista, primero con Stalin y luego con Jruschov. La imposición del comunismo en el sector agrícola, suprimiendo la propiedad privada entre los campesinos, a finales de la década de los años treinta, esto es, 12 años después de la revolución de octubre de 1917, fue uno de los episodios revolucionarios que más le llamaron la atención por el nefasto impacto en la producción. También la lucha interna por el poder, a la muerte de Stalin, de la que surgió victorioso el hábil exalcalde de Moscú, Nikita Jruschov.

Mientras el Conde envejecía en una reducida habitación del Hotel, distinta de aquella amplia y lujosa en la que vivió durante 4 años, observaba que la revolución no había logrado cambiar los comportamientos de los dirigentes del gobernante partido comunista.  A la edad de 33 años, en 1922, cuando comenzó el encierro, el antiguo lujo no había desaparecido del Metropol y los nuevos ocupantes del poder disfrutaban de los privilegios de la exquisita comida y el buen vino. La igualdad social no les alcanzaba.

A los 65 años de edad, en 1954, cuando escapó, Rostov advirtió que la élite comunista había adoptado algunos comportamientos refinados de los antiguos aristócratas, con lo que quedaba comprobado que las revoluciones cambian a los actores del poder pero no transforman los usos sociales de los que mandan en la sociedad.

Su condición de aristócrata, esto es, de hombre culto, con lecturas amplias, modales refinados y sujeto a exigentes reglas de conducta, le sirvió para abrirse un camino en el mundo comunista y bolchevique. No sólo trabajó como jefe de meseros sino como profesor de un coronel ruso a quien le enseñó como piensan y se comportan las aristocracias en el mundo, a fin de que pudiera estar a la altura de las élites gobernantes de Francia, Alemania, Inglaterra y Estados Unidos, con las que tenía que sentarse en la mesa y negociar asuntos de Estado.

Cuando fue interrogado, en 1922, por el comisario, acerca de su profesión, el Conde le respondió, “no es propio de caballeros tener profesión”, y cuando le inquirió a qué dedicaba su tiempo, Rostov le dijo, “a cenar, conversar, leer, reflexionar, los líos habituales”.

En 1954, ya no podía responder de la misma manera. A  lo largo de 32 años de encierro involuntario había desarrollado de tal manera sus habilidades y conocimientos que pudo informar, con una impecable carta manuscrita dirigida a un espía estadounidense, que ese año los rusos ya contaban con reactores atómicos.

Excelente historia novelada de un confinamiento interesante.

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