Chao, abuelo/ Esteban Torres Cobo

Columnistas, Opinión

Despedir a un abuelo nunca es fácil. Hace días me tocó hacerlo, por segunda vez, con mi abuelo paterno, Luis Torres Carrasco, conocido en su familia como el abuelito Lucho. La tristeza no da tregua, incluso cuando quien fallece no es un niño, un joven o un adulto con toda su vida por delante a quien le faltaba mucho por ver y hacer sino un viejo de más de noventa años que lo hizo todo. Curioso como un niño, soñador como un joven y activo como un adulto, eso sí.

Pero la nueva ausencia, los lugares de siempre -ahora vacíos- y el rostro reconfortante que ya no estará sorprenden. Descolocan. Irrumpen con fuerza entre la rutina conocida y feliz. La muerte llega siempre para recordarnos que somos efímeros. Que como el humo venimos y como el humo nos vamos. Que la vida es, como decía él, un instante de felicidad.

Llega para recordarnos que no hay nada por sobre la familia y todos los laberintos que de ella se crean. Que no hay tiempo mejor gastado e invertido que el de la conversación y la risa con los nuestros. Que la vida verdaderamente es bella pero corta. Que con amor de por medio podría durar noventa, cien o ciento ochenta años sin que nos cansemos. Sin que un domingo nos parezca un mismo domingo.

Querido viejo: gracias por todo. Dicen que los hijos escogen a sus padres y, por ende, a sus abuelos. Y yo sin duda te escogí.

Te despido hoy con la mayor satisfacción. Envuelto una tristeza temporal que ya pasará pero, ciertamente, con una felicidad gratificante que me calienta el pecho. Realmente te disfruté. Conversé y compartí contigo todo lo que pude y nos reímos a carcajadas durante años. Aprendí de ti viendo como triunfabas y te enfrentabas a lo que viniera sin miedo. Como creabas y planeabas tus obras y perseverabas hasta que las concretabas. Te quise con todo mi corazón y lo seguiré haciendo.

Ya nos veremos en el más allá, querido viejo. Descansa feliz, como siempre fuiste. (O)

Deja una respuesta