Caciques piden honores. 1725 / Pedro Reino, cronista Oficial de Ambato

Columnistas, Opinión

 

 

En el marco de una “importancia social” que busca el indígena, sobre todo para darse preponderancia, está el ser prioste. Digamos en síntesis que, al cacique o curaca de un pueblo ancestral, la iglesia cristiana le dio conformidad, como llamamos a la tranquilidad, y le reconoció un estatus dentro de su pueblo o grupo al que fue reducido, designándole  prioste mayor. Véase en este mismo tratado que las mujeres fueron designadas, por separado, priostas; claro está, siempre y cuando les correspondía algún vínculo elitista  o cacicazgo a falta de varones.

Una vez derrumbada la sociedad aborigen en el imperio inca, la sociedad colonial mestiza fue sometida a esa doble focalización de superioridades. El control y designación de los espacios de poder que mantuvieron los indígenas no es que continuó por libre designación de los descendientes sobrevivientes. Los peninsulares aprovecharon el esquema, pero iban dando “reconocimientos” a quienes decían que habían tenido derecho a los liderazgos, dentro de los cuales estaban los curacazgos o cacicazgos.

Estos curacas o mandones controlaban al pueblo sometido  convirtiéndoles en mitayos o en  yanaconas a sus propios hermanos de sangre. Y al margen de lo que se va leyendo en la bibliografía sobre  nuevas investigaciones, por cuenta propia he encontrado que, para nuestro caso llamado ecuatoriano, tenemos dos clases de caciques o curacas, en cuanto a etnicidad: unos son los mandones llactayos, vernáculos de los pueblos que fueron conquistados por el incario; y otros son los impuestos por el inca y que fueron traídos  de distintos lugares de su imperio, para ejercer control en pueblos sometidos. A estos curacas podemos decirles mitimaes. Esto, no solamente porque tenían derecho por pertenecer a la élite de una familia dinástica; sino porque fueron ubicados en tal dignidad como pago a servicios “militares” o a eso que se llama derechos de conquista, conforme lo implementaron los castellanos (Véase mi libro Izamba Ancestral, 2018). En todo caso, un cacique vernáculo o un cacique mitimae, en la colonia, termina de prioste, y hasta de danzante.

Al Archivo Nacional en Quito, he ido en pos de un documento que acaso no ha sido buscado por la historiografía de nuestro entorno. Se trata de un expediente mediante el cual los caciques de varias partes de lo que hoy es el Ecuador, tanto de la Costa como de la Sierra, solicitan que se les reconozca  honores y privilegios a sus condiciones heredadas del propio sistema previo a la conquista. Esta disposición la solicitaron a Lima, desde donde en cambio se disponía que actúen los funcionarios de la Real Audiencia de Quito. Los solicitantes son “don Justo Titusunta cacique y gobernador de los indios de Saquisilí y Angamarcas y todos caciques de la jurisdicción desta Real Audiencia…”. La respuesta de las autoridades quiteñas es obvia, puesto que solo son obedientes de una disposición real, razón por lo cual se ratifican en “que dichos caciques sean honrados y  admitidos administrándoles todas las honrras  y honores que se conceden a los hijos dalgos de las villas, rogando y encargando también a los reberendos arzobispos y obispos de los reinos  de todas las sagradas órdenes, a los hijos de los caciques para que se hallen los naturales deste reino con el consuelo por la real benignidad”.

Resulta una curiosa homologación debido al racismo imperante en la época. ¿Que un cacique termine visto como un hijodalgo igual que un español? No es cualquier cosa sino pura demagogia. ¿Dará lo mismo un cacique indio  que un hidalgo europeo? Hasta ahora el atavismo histórico no lo admite. ¿Qué intenciones están tras este Real  Acuerdo?  Pues que se les otorguen privilegios a cuatro mandones, pero que ayuden a mantener a la gran masa esclavizada. La propia prueba está en la secuencia de fechas con las que se van dando las mismas disposiciones: “la real cédula expedida por Su Majestad el año pasado de 725 en que remitido lo mandado por cédula de 1697 y que otra más antigua de 1691 a instancia de don Vicente Mora Chimo? Cacique de varios pueblos de indios y procurador general de ellos deste reino del Perú… a Su Majestad… a las reales justicias, virreyes y gobernadores destos reinos den puntual  y efectivamente su debido cumplimiento a lo contenido en las dichas cédulas” Esto, para el caso de Quito, nótese la fecha, 1728, quiere decir que desde 1691 , ya estaban 37 años dándose las vueltas y “burlándose” de semejante ocurrencia: “Suplico a Vuestra Alteza se sirva  mandar se guarde, cumpla y ejecute  y se publique con bando en esta ciudad dejando la real cédula en los lugares públicos para que su contenido venga a noticia de todos jueces reales que pide, Quito y Agosto 8 de 1728”. (O)

 

 

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