Protejamos a los jueces

Columnistas, Opinión

En un mundo donde la corrupción y el narcotráfico se entrelazan como raíces venenosas en el tejido social, los jueces que se atreven a confrontarlos se convierten en blancos vulnerables. Imagínese a un magistrado ecuatoriano revisando evidencias contra un cartel poderoso, solo para recibir amenazas de muerte contra su familia. Estos no son escenarios ficticios; son realidades que se viven todos los días en los despachos de los juzgadores de este país. La protección de estos jueces no es un lujo, sino una piedra angular para preservar el estado de derecho y la democracia misma.

La importancia de salvaguardar a los jueces radica en su rol como guardianes de la justicia. Cuando enfrentan casos de corrupción —como sobornos a funcionarios públicos— o narcotráfico —con sus redes transnacionales de lavado de dinero y violencia—, estos profesionales exponen las entrañas de sistemas criminales que generan billones de dólares anualmente. Sin protección adecuada, el miedo se infiltra: jueces pueden ser cooptados mediante sobornos o silenciados por intimidaciones. Esto erosiona la confianza pública en las instituciones, perpetuando un ciclo de impunidad que fortalece a los delincuentes. Según datos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en América Latina, decenas de jueces han sido asesinados en la última década por su labor en estos ámbitos. Protegerlos no solo salva vidas, sino que disuade a los corruptos y narcotraficantes, demostrando que el Estado no cede ante el terror.

Además, la ausencia de medidas de seguridad fomenta la deserción de talentos judiciales. Jueces calificados optan por carreras menos riesgosas, dejando vacíos que se llenan con figuras menos preparadas o corruptibles. Esto debilita el sistema judicial en su conjunto, permitiendo que la corrupción se extienda a otros sectores como la política y la economía. En países como Italia, durante la operación «Manos Limpias» contra la mafia, la protección reforzada a jueces como Giovanni Falcone fue crucial, aunque trágicamente insuficiente en su caso. Aprendamos de la historia: la integridad judicial es el antídoto contra el caos.

Al respecto, se debe fomentar la cooperación internacional: alianzas con organismos como Interpol para rastrear amenazas transfronterizas y compartir inteligencia. También he sido partidario de introducir mecanismos de anonimato en juicios sensibles, como audiencias virtuales con identidades ocultas, para minimizar exposiciones. Finalmente, se debe invertir en capacitación continua sobre ciberseguridad, ya que las amenazas digitales —como doxing o hackeos— son cada vez más comunes.

Estas propuestas requieren voluntad política y recursos, pero su impacto sería transformador. Proteger a los jueces no es solo una obligación ética; es una inversión en una sociedad más justa y segura. Si fallamos, corremos el riesgo de que la balanza de la justicia se incline irreversiblemente hacia el lado oscuro. (O)

alvaro.sanchez2000@hotmail.com

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