Vergüenzas / Mario Fernando Barona

Columnistas, Opinión

Si va a hablar en público y no se ha preparado, el auditorio se sentirá irrespetado por su pobre improvisación y evidentemente pasará vergüenzas; en cambio, si usted ofrece una brillante alocución, no solo se ganará el respeto de quienes lo escuchan, sino que ellos al notar su probidad también se sabrán respetados, y desde luego, su orgullo terminará henchido. Exactamente lo mismo ocurre si asiste a una boda en pantaloneta y traje deportivo, o si se para en medio del parque con un cartel que diga “la tierra es plana” y pregone a voz en cuello que el orbe entero está equivocado. En cualquier caso, habrá irrespetado la inteligencia y el sentido común; por eso, generalmente el sentir vergüenza (o solo imaginarla) nos obliga a ser respetuosos.

No obstante, siempre habrá ‘algunito’ por allí a quien no le importe -es más, se jacte- de hacer el ridículo irrespetando a los demás con su desvergüenza, lo cual, en algunos casos podría pasar inadvertido o incluso sonar cómico si se tratara de uno de nosotros, comunes mortales, pero ¿qué tal si ese desvergonzado irrespetuoso es un personaje que ostenta un alto cargo en el escenario público de un país? Le planteo dos casos:

  1. Es DE-SES-PE-RAN-TE (así, separando las sílabas) la forma de hablar del presidente de México, Andrés Manuel López, quien es incapaz de hilar una frase -una sola- con fluidez y elocuencia. Escuchar de él una oración corta (no leída) significa nuestra predisposición a armarnos de paciencia y a angustiarnos por tratar de ayudarle a llenar los eternos vacíos entre palabra y palabra, y muchas veces -muchas- solo para oír sandeces. ¿Cómo es posible que alguien tan quedo en su hablar convenza a las masas con su verbo? Y no, no es su estilo, es simple falta de agilidad mental.
  • Bochornoso resultó verle al ilegítimo presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, cuando en su reciente posesión (quinto mandato, propio de los dictadorzuelos) recibe en su pecho el altísimo honor de la banda presidencial vestido con chompa y un gorro (jockey), como si hubiese estado de camping y de pronto se le ocurrió pasar a posesionarse de presidente. Ya sabemos que no le gusta vestir de traje y corbata, pero es injustificable bajo todo punto de vista que ni siquiera se haya molestado en retirarse el gorro al menos ese preciso instante. Es más, el solo hecho de asistir con gorro a un acto de semejante envergadura (por más guerrillero que se crea, porque supongo que por ahí irá su justificación) es ofensivo, indigno y altamente irrespetuoso.

Por espacio he propuesto solo estos dos ejemplos, pero como bien supondrá, lo que más hay en el sector público son desvergonzados a quienes no les importa que les tachen de idiotas, incultos, mafiosos o delincuentes si saben que hay otros tantos que los aplauden.

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