VANIDAD / Guillermo Tapia Nicola

Columnistas, Opinión

La tendencia a valorarse y admirarse a uno mismo, a menudo en exceso, es muy común a la naturaleza humana. Sus efectos, se sienten y advierten con tal certeza que, hasta la carta bajo la manga termina expuesta, cuando se genera el impacto que esa sobreestimación individual persigue.

En un territorio de agreste geografía e iracunda templanza, la intemperancia que deviene de ese rasgo dominante y extremo, puede llegar a tener consecuencias impredecibles para la persona y para los que la rodean.

“Vanidad de vanidades, todo es vanidad”, refiere la Biblia en palabras del “Predicador” hijo de David, Rey de Jerusalén.

Pasado el tiempo, todo vuelve a su origen, incluso el descomedimiento y la liviandad. Al final, pesará más el orgullo que la decencia y valdrá menos el perdón que el olvido. 

La palabra decretada, como un sino irrefrenable del destino, acelerará el paso para conseguir el propósito deseado; y, no importará el costo, ni el plazo, ni el daño. No importará nada más que la tozudez y la obstinación.

En esas circunstancias, se vuelve indetenible el éxodo, la pasión y cobra importancia el ajusticiamiento. Se ennegrecen los silencios y se agitan las tormentas.

Entre pasillos se comenta, que el orgullo irracional puesto de manifiesto, en el afán excesivo de mostrarse y ser considerado por todos, relievando sus propios méritos, no es otra cosa que arrogancia, y pasa, por sentirse superior a los otros y comportarse de manera condescendiente y altanera. 

La emoción superlativa de creerse preferente y hacer que, finalmente el capricho “su capricho” triunfe aún en la derrota, le facilita testimoniar el dolor del caído, para sentirlo suyo y solazarse en su aflicción. 

Por absurdo que parezca, la redención del karma de los individuos que, vanidosos atesoran -con egoísmo- sin detenerse a pensar en el sacrificio de los demás, es una realidad y causa de resentimiento y alienación en las relaciones interpersonales. 

Se perderán oportunidades, apoyos; y, quien sabe si incluso -en la opinión de quienes están convencidos de ello- la reencarnación misma.

En el otro extremo de la vanidad, se encuentra la inseguridad. Una persona insegura puede intentar compensar esa falta de confianza, con una obsesión por su apariencia, sus logros o su estatus. 

Esta tendencia, le conducirá a pensar tanto en ella, que no advertirá las necesidades y sentimientos de los demás. Terminará transportada a una sensación de vacío y falta de satisfacción personal.

Uno y otro extremo de la vanidad: arrogancia e inseguridad, suelen ser perjudiciales para la salud mental y emocional de los individuos; y, afectan negativamente sus relaciones y su capacidad para alcanzar metas y objetivos a largo plazo. 

Por eso es importante encontrar un equilibrio saludable entre el amor propio y la humildad, y recordar que, el valor de una persona no se basa solo en su apariencia o en sus logros, sino en su carácter y la forma en que trata y valora a los demás.

Como corolario, reflexivo y atemporal, la urgencia de someternos a un auto análisis para redescubrir nuestra esencia y advertir de qué somos capaces, frente a la adversidad, la traición, la denostación, la imprudencia, la indiferencia,  o la impotencia, bien puede ser una opción. 

Solo entonces, quizás, seamos capaces de entender los desánimos y las prepotencias de otros y advertir sus estremecimientos, inmerecidamente derivados hacia terceros e instalados como afectación en carne propia.

Estamos viviendo los embates de esos irascibles extremos de vanidad e insuficiente racionalidad para enmendar errores y apurar acuerdos a fin de no causar daño a los más inocentes. 

¿Será que alguien lo asume como suyo y termina por entenderlo?

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