Una lección para Elías y otra para Pedro/ P. Hugo Cisneros

Columnistas, Opinión

Estamos acostumbrados a las grandes teofanías del Antiguo Testamento donde Dios se manifiesta en medio de truenos, rayos, humo y elementos sísmicos. Elías, el profeta del los rayos y los truenos, el profeta del fuego, el profeta batallador que destruye los ídolos, quiere acercarse a Dios. Lo espera con impaciencia buscándolo en los signos aparatosos y magníficos donde siempre lo ha encontrado. Pero el profeta que tanto ha hablado de Dios, ahora debe descubrir y “vivir” a Dios. Con sorpresa comprueba que el verdadero Dios no es el que vence con la espada, no es el que degüella a los cuatrocientos cincuenta profetas de los falsos dioses, no llega en el viento huracanado que parte las montañas y resquebraja las rocas, no se hace presente en el terremoto ni en el fuego… llega en el murmullo de una brisa suave… en el silencio que alcanza a percibir el corazón, en la intimidad de su alma, en lo profundo de su ser… ahí, siempre nuevo y sorprendente, llega el Señor. En el rumor de un tenue silencio habla el Señor. Quizás sea para superar nuestra sordera que Dios no se pone a gritar a todo volumen sino con un suave rumor sana nuestros oídos para que nos habituemos a escucharlo en el silencio. Entonces, igual que Elías, cubriremos con respeto nuestro rostro, nuestros falsos conceptos de Dios, y nos dispondremos a escucharlo.

Elías sale de la cueva transformado, ahora podrá hablar de Dios, no ya gritando e invocando fuego del cielo, sino en voz baja, susurrando palabras suaves que no profanan el misterio. En adelante cambia totalmente el tono y el estilo de su testimonio que se hace discreto, delicado, menos aparatoso sin que por ello pierda su energía y su verdad. Su testimonio tiene la fuerza del silencio de Dios. Sí, el silencio del amante que tiene mil cosas que decir y prefiere decirlas en silencio. El silencio en el lenguaje del amor es mensaje y comunicación.

También Jesús en el inicio de este pasaje obliga a sus discípulos a que abandonen la multitud después de la multiplicación de los panes, no les permite el ruido del triunfalismo ni se expone a los reconocimientos. A ellos los lanza a la navegación, mientras Él busca la soledad en el monte para, a solas, encontrarse con Dios, su Padre. Y es que para escuchar a Dios, igual que para escuchar a toda persona, se requiere el respeto, la acogida y la capacidad de escucha. Es una bofetada al amigo, cuando lo dejamos con la palabra en la boca. Es una irreverencia a Dios, cuando preferimos nuestros ruidos y no le damos el espacio ni el respeto a su persona. Claro que acoger a Dios implica el riesgo de tener que cambiar nuestras actitudes y nuestros fundamentalismos que sacrifican la verdad y la relación con el verdadero Dios, en aras de nuestras seguridades. Cuántas veces estos fundamentalismos se convierten en violencia agresiva y en eliminación de quien no piensa como nosotros.

A diferencia de la paz y comunicación de Jesús, los discípulos se ven sometidos a las sacudidas de la tormenta y a los vaivenes del viento contrario. Están agitados y la oscuridad de la noche aumenta su temor. Con el alba llega también Jesús, y con Jesús, después de las primeras confusiones, la paz, la tranquilidad y la armonía. Sus palabras consoladoras tienen que ser escuchadas: “Tranquilícense y no teman. Soy yo”. Y ya en confianza, acepta el reto lanzado por Pedro de concederle caminar sobre las aguas. Jesús hasta ese capricho concede, pero Pedro al caminar sobre las aguas pierde sus seguridades y se hunde recibiendo el reproche de Jesús: “hombre de poca fe”. Para la relación con el Otro, para la relación con Jesús, se tiene que abandonar toda seguridad propia y establecer una relación plena y confiada para abriendo los brazos ponerse en las manos de Dios.

Señor Jesús, que te haces presente en medio de las tempestades y las tormentas, tiende tu mano abierta y amorosa a quien se ahoga en sus ruidos, sus seguridades y sus egoísmos. Amén. (O)

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