Profunda devoción por la amistad

Columnistas, Opinión

Hay algo fascinante en los pueblos de nuestras regiones. Los pueblos de la costa, por ejemplo, han retenido mucho de su carácter original. Rechazan romper la continuidad largamente apreciada de su pasado. Cuando uno cruza montañas y ríos y entra en parroquias es como retornar a los tiempos ideales de los recintos de los primeros años de formación del país.

El grupo humano comparte las inquietudes de sus actividades agrícolas, el comportamiento del mar con sus redes de pesca y la recolección de mariscos infinitos. Desasosiegos matizados con un mate de café, yuca y sal prieta. El término primo recorre con marcado afecto entre miembros del grupo diario, aunque en la realidad biológica no sean parientes.

La tierra que consiguieron antaño la tienen hoy y pueden fácilmente trazar el árbol genealógico hasta los Mendoza, los Quiñónez, los Cárdenas, los Zalamea, los Andrade, los Matute, los Rodríguez, los Tomalá, etcétera, etcétera.

Si cada uno de nosotros fuésemos capaces de extender nuestro árbol familiar a lo largo de líneas paralelas universales, debió haber, hace mil años, no menos de cuatro mil millones de personas en el planeta. Pero en realidad no hubo ni un décimo de ese número, pese que, en algún lugar de las líneas, la mayoría de nosotros nos «cruzamos».

El mundo está lleno de primos. Hecho categóricamente claro en comunidades más o menos pequeñas, donde las metas de vida fueron y son comunes.

Los pueblos aprecian sus excentricidades: el chuma-dito del pueblo, el ateo del villorrio, «aquella mujer», el beato, el profesor jubilado, el vegetariano, el vendedor de helados y refrescos, los viejos sentados en el parque motejando a todos los mortales que pasan por allí.

Pero la principal característica de la tranquila sociedad rural es su profunda devoción por la amistad. Lo que los ha sostenido fuertes, seguros, es el mismo ambiente que ha mantenido a decenas de tales maravillosas comunidades unidas en muchas regiones de nuestro terruño. Vencidos los primeros tropiezos, esos pueblos siguen y seguirán progresando con vigorosa voluntad.

Ellos son la sal de la tierra. Cuando uno desecha el primer recelo superficial, descubre a gente que diariamente contribuye a la formación de los tesoros de la civilización: las leyes, la libertad, la dignidad. (O)

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