Elección a ser seguidores de Jesús / P. Hugo Cisneros

Columnistas, Opinión



La lectura bíblica del evangelio de este domingo nos lleva a meditar, sobre un hecho muy significativo de la vida de Crsto: al pasar por el mar de Galilea ve a los hermanos Andres y Pedro, a Juan y a Santiago y les lanza su invitación clara: Vengan y síganme. 

Comparto la reflexión que a propósito trae la revista Pan de la Palabra del mes de enero.

Mientras caminaba El camino es un gran secreto de la vida espiritual. No hemos sido llamados para estar fir­mes, quietos, sino para caminar tam­bién nosotros junto al mar; el mar del mundo donde los hombres son como peces, sumergidos en un agua amarga, salobre del no humano. Pescadores de hombres. No se puede pescar sin la red del amor, sin un padre que custodie la barca, sin una barca con la que adentrarse en el mar. La red de las relaciones humanas es la única arma posible a los evangelizadores, porque con amor se tiene una gran pesca, y él amor no debe ser solo anunciado, sino llevado y entre­gado. Ser llamado de dos en dos quiere decir precisamente esto, llevar un amor visible concreto, el amor de hermanos que gozan de la misma paternidad, el amor de personas por las que corre la misma sangre, la misma vida.

Síganme llamar a otros a caminar, a pescar, a testimoniar. Las redes se rompen, pero cada pescador está en grado de recomponer una red que se rompe. ¡El amor no es un objeto de adorno! ¡Usándolo se rompe! El arte de reordenar vuelve precioso todo tejido posible entre los hombres. Lo que cuenta es andar, fiarse de aquel nombre que se ha llamado siempre y ahora vida.

Jesús busca los primeros colaborado­res. Además de presentar a Jesús como el cumplimiento de las profecías y luz del mundo, y decimos que «recorría toda Galilea enseñando y proclaman­do y curando”, el evangelio nos cuenta cómo empezó a rodearse de los pri­meros discípulos. Su misión la quiere cumplir Jesús ayudado por sus após­toles, en su tiempo y, después, por los sucesores de esos apóstoles y por to­dos nosotros.

Leemos la vocación apostólica de los primeros discípulos, unos pescadores galileos: los hermanos Pedro y Andrés, y los también hermanos Santiago y Juan. Vemos la sencillez de la llama­da y la prontitud de la respuesta. Son los representantes de tantos miles y millones de personas que han sentido en sus vidas la misma voz, «vengan y síganme» y no han dudado dejarlo todo y gastar sus mejores energías en la proclamación del Reino.

La Iglesia, la comunidad de Jesús, está llamada a ser, de generación en gene­ración, anunciadora de alegría y de luz, liberadora de los males y dolencias de cada generación.

El Evangelio de hoy nos recuerda el momento en que Jesús comenzó a predicar. El evangelista Mateo nos lo presenta como el momento en que se cumple una antigua profecía de Isaías: “El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande”. Pero para ser sinceros, las palabras son mayores que la realidad. Lo que sucedió fue algo muy sencillo. En una esquina del mundo de aquel tiempo, lejos, muy lejos, de Roma, que era el centro de aquella civilización, un hombre salió a los caminos y comenzó a predicar. Su mensaje era muy sencillo: “Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos”. Al principio casi nadie le hizo caso. Apenas unos pocos pescadores –los últimos de la sociedad–, algunas mujeres –igual de mal valoradas– y gente por el estilo. Jesús no era más que un judío marginal y sólo los marginados le hicieron un poco de caso. (O)

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