Las fiestas que aún me respiran

Columnistas, Opinión

Quito tiene esa manera sutil de adentrarse en los huesos, como una música que no se apaga aunque uno se aleje; y, a través de ella, permanecer y proyectarse. Estando ausente del territorio, se la siente acicalada en las corridas; trasudada en los bailes improvisados de cada esquina; risueña en los desfiles que parecían brotar como flores del asfalto; y apetitosa en el olor tentador de las frituras y buñuelos navegando en el aire frío.

Todo eso era una coreografía colectiva que la ciudad sabía montar espontáneamente: sin ensayos, sin academicismos ni orientadores. Un latido compartido.

Por eso, extrañar las fiestas de Quito es, en el fondo, extrañar una manera de vivir y de estar vivo.

No es nostalgia común, de esas que se posan en los hombros como un recuerdo tibio. Es una nostalgia que avanza con pasos de comparsa, que trae ecos de trompetas y risas que se derraman sin pedir permiso. Una nostalgia que se escurre en la mirada y se atraviesa en la garganta.

Porque en diciembre la ciudad se empinaba un poco más —como si quisiera rozar las nubes que siempre la escoltan— y convocaba a sus habitantes a una celebración que no necesitaba calendario. Bastaba oír el primer repique de campanas y dos o tres acordes de la banda para que todo el mundo entendiera que ya era tiempo de alegría.

Las corridas de toros, polémicas y cargadas de tradición, formaban parte ineludible de ese paisaje emocional. Más allá del ruedo había hotelería saturada, restaurantes abarrotados, artesanos ofreciendo sus prodigios y un aire que sabía a ritual antiguo. A sabores de temporada. A bulería, montera y capote.

Los bailes populares eran el territorio del puro azar: la esquina convertida en pista de baile, el vecino que sacaba un parlante como quien anuncia una buena noticia, y, de tanto en vez, una orquesta contratada cuyos sones animaban a las parejas que surgían entre la multitud con la naturalidad de lo cotidiano. El canelazo dulzón y la naranjillada abrigaban la noche. Allí, la ciudad se soltaba el cabello y se movía sin inhibiciones al ritmo de cualquier melodía que le rozara el alma.

Los desfiles eran otra forma de decir “aquí estamos”. Estudiantes ataviados con sus mejores galas formaban comparsas que avanzaban como ríos de colores; y uno podía sentir, en medio del bullicio, que el tiempo cedía un poco su rigor para dejar que el asombro tomara el mando. Las comidas típicas completaban la escena: aromas entrenados para seducir incluso al más apurado. Fritadas, mote, empanadas, buñuelos coronados con miel: cada plato era una pequeña patria que se llevaba en la boca.

Pero lo que más se extraña, quizá, es el aire. Ese aire quiteño que en diciembre se vuelve cómplice, que corre entre sonrisas, “olés” y aplausos como si él mismo participara del festejo. Era un aire distinto, casi una presencia solidaria. Un compañero invisible que animaba las noches, empujaba las risas y acunaba las charlas improvisadas.

Hoy, cuando pienso en esas fiestas, descubro que se quedaron adheridas a la memoria como luces de un desfile que no termina. Uno puede alejarse de la ciudad, cambiar de barrio, de país o de rutina, pero hay una parte de Quito que sigue celebrando dentro de cada uno de nosotros, como si la fiesta hubiera recibido permiso para continuar en silencio, transformada en recuerdo. Por eso duele, y a la vez reconforta, extrañarlas: lo que se vivió con tanta intensidad no desaparece, solo aprende a bailar en otro lugar.

Eran otros tiempos. Las fiestas quiteñas tenían esa magia rara: no solo eran celebraciones, sino un hechizo urbano donde el barrio entero se volvía familia por unas horas. Los minutos se estiraban, la noche se hacía cómplice y hasta el viento parecía llevar pañuelos azules y rojos cuando serpenteaba entre la gente.

El circo acompañaba el festejo. Era un elemento vivo que irradiaba espectáculo, sonrisas, aplausos, gritos y suspiros bajo su carpa: malabaristas, equilibristas, trapecistas, bailarinas, payasos, domadores y un sinfín de animales que, muchas veces, vimos por primera y única vez. Nos regalaron momentos inolvidables.

Y claro… extrañar eso es como extrañar una lengua que sabe pronunciar tu nombre. Porque extrañas a la gente que te rodeaba y te quería; a quienes respetabas y escuchabas; a quienes te protegían y aconsejaban.

A veces esas memorias regresan como chispas: un “¡salud!” que resuena desde el pasado, un acorde de sanjuanito, pasacalle o albazo que se cuela en la cabeza, un aroma que despierta la fiesta escondida.

Entre callejuelas dormidas, agolpados recuerdos e iglesias vigilantes, esas fiestas de antaño aún me respiran. Y aún me conmueven. (O)

Deja una respuesta