La riqueza / Mirian Delgado Palma

Columnistas, Opinión

Al hablar de “la riqueza” ligeramente pensamos en la abundancia de bienes y activos financieros que tiene una persona y que supuestamente le dan cierto confort y beneficios como: prestigio social, poder y gran capacidad adquisitiva. Si bien, la acumulación de riqueza deviene del trabajo sacrificado y honrado, constituye una actitud meritoria que engrandece y honra al hombre.

La riqueza se dice que es buena, cuando se sabe administrarla, por consiguiente, se necesita de talento para dirigirla y hacerla crecer. Sin duda quien la posee cuida su patrimonio con abnegación y se transforma en el hilo conductor para beneficiar las manos de las personas que día a día apoyan su proyecto de vida, de manera que se constituye en un medio gratificante para hacer el bien a la sociedad.

Vista así, la riqueza es loable, pero en sentido contrario tiene sus bemoles, los transforma a quienes lo poseen, por lo general, en personas nocivas y egoístas, especialmente, cuando el que la posee, no ha cultivado en su corazón el amor al prójimo y la caridad; virtudes esenciales que les transforman en seres cautos y humildes en la práctica diaria de sus relaciones interpersonales.

La riqueza material es efímera, pasajera; se ha materializado, de modo que es una muletilla que desplaza la paz interior y el gozo pleno de la felicidad. La riqueza espiritual es la acumulación de valores relacionada con el bienestar de la persona que experimenta aquellas delicias del corazón que se llama paz interior y felicidad. Es una manera de vivir, una actitud generosa y caritativa para con los demás.

Se afirma, que la riqueza es buena siempre que sea pura, no contaminada con lágrimas y maldiciones por quienes fueron humillados, ultrajados y perjudicados, por la vanidad de los poderosos que han hecho de su riqueza una muralla invencible para cerrar el paso a la moral, la honestidad y el respeto a la dignidad humana. La riqueza que se guarda en las arcas de los ricos debe ser pura, sin mezcla de lamentos, ni gemidos de las víctimas. De esta manera se evitará aquella sentencia bíblica, que dice:

“Es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de los Cielos” (Mateo 19: 23-30). (O)

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