Felicidad y sociedad

Columnistas, Opinión

Está claro que partidos y movimientos políticos pueden ser susceptibles a la corrupción y al clientelismo, poniendo sus intereses o los de sus miembros por encima del bienestar general.

La cita, o si se quiere conclusión a priori, cobra fuerza en nuestro medio porque, si bien es verdad que los partidos y movimientos políticos son instituciones esenciales para el funcionamiento de las democracias occidentales, es crucial que evolucionen y se adapten para abordar los desafíos contemporáneos y de esta suerte mantener su relevancia y conexión con los ciudadanos.

Restará evidenciar, si el supuesto precedente tiene o no cumplimiento.

Porque la realidad contrasta con la percepción -casi generalizada- de que partidos y organizaciones a veces, o muchas veces, están desconectados de las preocupaciones y necesidades de los ciudadanos comunes, lo que sin duda puede llevar al desencanto y al cinismo político.

En una sociedad -como la nuestra- polarizada, no tanto por ideas políticas y debates, cuanto por errores, incumplimientos, corruptelas, violencia e inseguridad generada por las facciones que se han sucedido en el poder, visto que la sociedad misma ha sido y está carente de formación política; los dogmas refieren a creencias o principios inamovibles, ampliamente aceptados por un grupo o facción social, pero rechazados o incluso vilipendiados por otro grupo.

En ese contexto o modus vivendi, tan cercano a nuestra preocupación, los dogmas tienden a ser defendidos de manera vehemente y convertidos en claras líneas divisorias entre grupos ideológicos, políticos, religiosos o culturales que, finalmente, contrastan con liderazgos unipersonales que surgen por sobre la prudencia de las sensibilidades de los partidos.

Con mayor razón, cuando el universo electoral, vale decir, la sociedad en su conjunto, como ocurre en nuestro caso, es la que financia y permite la participación electoral de candidatos, movimientos y partidos.

En el entendido que la legitimidad y el apoyo a un partido pueden ser más sólidos y sostenibles cuando se percibe que valora y considera diversas perspectivas; un liderazgo unipersonal, puede ser visto como desconectado de la base partidaria o de sus valores fundamentales.

De ahí que surjan representaciones tapiñadas, camufladas, inidentificables que, en muchos casos, recién se dan a la luz en la exigencia del desempeño del encargo político; y su aparecimiento ante la faz pública resulta preocupante, cuando no cuestionable.

Por cierto, la excepción confirma la regla. Pero nada más propio entonces, que los ciudadanos cuestionen el mecanismo constitucional de financiamiento igualitario y la propaganda en medios, por espacios y franjas sorteadas para los potenciales interesados, porque de esta forma, se alienta indiscriminadamente el desafío y, ellos, los candidatos, en realidad terminan por no arriesgar nada más que su nombre en caso de ser electos, y sumar a su haber no solo ingresos públicos, imagen y poder, sino otras cositas que el tiempo se encarga de descubrir en algún momento, sin que, caso contrario, esto es, de perder una elección, se vean privados de algo que realmente les importe, preocupe y pertenezca, como sería sus propios recursos económicos.

O bien, considerar válida otra alternativa que se comenta entre las bases de la sociedad.

Que ciertos cargos como, los de asambleístas o concejales, sean honoríficos. De tal manera que su decisión de servir a la sociedad no se vea ensombrecida por la apetencia de acceder al erario nacional, sino enaltecida únicamente por la voluntad de hacer las cosas bien, sin mirar a quien.

Leyes, juicios políticos, ordenanzas y más regulaciones estarían gobernadas por la transparencia y la diafanidad, construidas por el diálogo y el debate, el conocimiento y la investigación, adornadas de un desprendimiento que ponga por encima de personales intereses, el bien común, y vigiladas permanentemente por los ciudadanos.

¿Será que somos merecedores de alcanzar la felicidad, en los términos que señala Oscar Wilde? (O)

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