Fabricio Dávila Espinoza

Los atentados más recientes en Guayaquil, Naranjal y la vía Cuenca–Molleturo–Puerto Inca nos remiten a la angustia vivida tras el ataque a TC Televisión el 9 de enero del año pasado y nos recuerdan que el crimen organizado está más activo que nunca, con una capacidad destructora que aparece cada vez que el país baja la guardia.
Los reportes indican que los responsables son bandas con nombre y apellido. Sin embargo, estos sucesos no se limitan a la comisión de un crimen: son mensajes cuyo objetivo es infundir temor, socavar la confianza en las instituciones del Estado y distraer la atención en un escenario marcado por la tensión social.
Al mismo tiempo, algunas organizaciones indígenas mantienen bloqueos en varias provincias. Es importante subrayarlo: el movimiento indígena en sí mismo no es terrorista. Tiene el derecho a protestar por lo que considera injusto. Sin embargo, hay quienes aprovechan las manifestaciones para pescar a río revuelto, infiltrarse, provocar el caos y sacar réditos políticos o económicos. Con una dirigencia nacional que claramente está desprestigiada.
Los maleantes, los mineros ilegales, los contrabandistas y las redes criminales observan cómo el Estado aparta su mirada de ellos y la enfoca en las calles obstaculizadas, al tiempo que los manifestantes y las fuerzas del orden parecerían estar en una especie de pulso para ver quién se cansa primero.
Mientras tanto, el Ejército bombardea campamentos de minería ilegal en Imbabura y otras zonas. Es una medida valerosa, pero insuficiente: detrás de cada mina ilegal o vehículo con explosivos existen intereses más poderosos que los que se muestran en las noticias. Y, en medio, miles de ecuatorianos desean que sus negocios vuelvan a tener clientes, que las carreteras se despejen y que la tranquilidad regrese a sus casas. No obstante, con cada nueva explosión, cada carretera bloqueada y cada fallecimiento, se intensifica el miedo y la división.
El país no está luchando solamente con bloqueos y bombas, sino con estrategias que, desde las sombras, tienen como objetivo mantenernos divididos, vulnerables y asustados. El enemigo no solo utiliza explosivos; también propaga el odio y la desconfianza. Si no restauramos la calma y unidad, los administradores del caos terminarán ganando. Y cuando eso pase —si lo permitimos—, no habrá bomba más devastadora que la indiferencia de un pueblo que dejó de creer en sí mismo. (O)