El alma del cuy en nuestra memoria totémica / Pedro Reino

Columnistas, Opinión

Se sabe que la palabra “tótem” la debemos a los indios norteamericanos de Alaska, los Ojibways, que decían “o tótem”, para significar “clan de él”. Freud le dio fama con su obra “Tótem y Tabú”. El motivador de estas reflexiones es el Dr. Marco Robles López, un cañarejo, de los realmente inteligentes, que ha dado a la cultura nacional y latinoamericana una obra en tres tomos que titula: Religión y Filosofía en el Mundo Antiguo (2010).

Partiré, para este condensado, citando a Robles: “El hombre primitivo se esfuerza por explicar los diversos fenómenos de su universo por analogía con las propias actividades humanas, de tal manera que a los objetos inanimados, el hombre primitivo, les dota de conciencia, voluntad, y les atribuye premeditadas intenciones” (T,I, p.81). Se dice luego que la fe está de por medio. Según Freud: “…un animal comestible, ora inofensivo, ora peligroso y temido, y más raramente una planta o una fuerza natural (lluvia, agua), que se hallan en una relación particular con la totalidad del grupo. El tótem es, en primer lugar, el antepasado del clan, y en segundo, su espíritu protector y su bienhechor, que envía oráculos a sus hijos y les conoce y protege aún en aquellos casos en los que resulta peligroso”. Yendo rápidamente en nuestra consideración, afirmemos que los clanes tienen en un animal a un antepasado común. Su rememoración se vuelve sagrada y se desarrollan rituales que hacen aparecer “especiales festividades totémicas, cuyo momento central constituye la ingestión del tótem (la carne totémica), destinada a reforzar las fuerzas del colectivo, los lazos de parentesco con el tótem, y a asegurar las condiciones indispensables para su reproducción”.

En nuestro caso, todos los rituales andinos en el indigenismo, y los pasados al mestizaje, tienen ritualizada la ingestión de “cuy con papas” como epicentro de la solemnidad rememorada bajo  superpuestas celebraciones cristianas. El cuy, es el inevitable símbolo de la fertilidad. Se pulverizan fetos de cuy para regar en el suelo al sembrar las papas, juntamente con su sangre; se botan los testículos y vísceras del cuy “yaya” (reproductor)  en los llamados cuyjalos o cuyeras; se cortan las patas del cuy y se las lanza a los mismos cuyjalos para procurar mayor reproducción y aumento. Las lanas del cuy van a fertilizar sementeras. La medicina andina sigue practicando “radiografías” con el cuy, pues el especialista lee o decodifica haciendo lecturas del hígado, pulmones, páncreas, intestinos, y hasta en las purulencias que aparecen en la carne del cuy. Una limpia con un wawa-cuy, saca los espantos. Cuyes negros son atractivos para la suerte, con cuyes se hacen predicciones por sus quejidos, o cuando se asustan en sus cuyeras viendo el alma de algún moribundo. El indígena más ancestral dormía en tanganes criando cuyes bajo su cama y procreando hijos con la libertad de un cuy. En el centro del Ecuador, no es raro ver cuyes llevados a los altares: asados son llevados en andas, junto a la santería cristiana, en las procesiones, junto a vírgenes y santos de su devoción. ¿Por qué comemos cuy? Porque ingerimos el alma del tótem de la fertilidad, así como hacemos con la “sangre de Cristo” en el vino, o el “cuerpo de Cristo” en las hostias, donde hay un espíritu divino. De esta última idea explicada por Robles, ha devenido este comentario.

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