Debajo de la picota. 1546 / Pedro Reino Garcés

Columnistas, Opinión

No vais a creerme si os digo que todavía estoy debajo de la picota donde dejaron la cabeza decapitada del virrey. Me siento mejor que bajo un diluvio de oro convertido en sangre. Es mejor hablar y relatarte de viva voz en lugar de ponerme a contar por  escrito esto que ha  sucedido para mal o para bien de las futuras ambiciones. Las palabras vivas tienen otro olor. No huelen a la tinta de los papeles viejos, sino a arcabuces erectos y a caballos agobiados por los insomnios  de sus propios relinchos. Así aprovecho mejor tu esquiva compañía y tu recuerdo al castigo que nos imponían en la escuela obligándonos a la lectura de algún aburrido libraco que contaba historias azules de princesas pobres. Nos hacían leer cuando habíamos cometido alguna falta.  

Pero si queréis puedo demostraros que puedo escribir con la fatigada sangre de los propios muertos para que me entendáis mejor. Todo esto empieza con la conquistadora tinta que baila entre los sables los ritmos de las cortes. La sangre tiene que ver con el espíritu que está en la máscara palpitando en sus ardientes intereses, mientras los peregrinos cuervos recorren por la vida, saboreando sus íntimas carroñas.

Ahora me han venido ganas de  hablaros porque yo estuve ahí, como te dije, debajo de ese palo torcido que habían sembrado en la ladera que  baja hacia Iñaquito, inaugurando el holocausto. Yo estuve ahí, donde después pusieron la picota de piedra para poder exhibir a los decapitados a su turno. Es que una ciudad sin picotas era como si la hubiesen creado huérfana de la madre Injusticia. ¡Qué sería de Quito sin esa mujer ciega exhibiendo sus equilibrados yugos! No tendrían en dónde colgar sus víctimas, sabiendo que ha proliferado tanto verdugo; ni tendrían a quién invocar milagros ni clemencia. Las picotas eran los altares de las primeras patrias conquistadas; por eso se hacían con graderíos y en montículos donde mejor podían contemplarse las cabezas de los degollados. Se levantaban con espacios para que impusieran sus rituales los gallinazos y los curas; las zorras y las justicias justicieras; los lobos disfrazándose de predicadores de las obediencias.

Habían aguzado una punta al tronco de un árbol para que encajara el pescuezo del virrey y le sostuviera un poco la médula y alguna vértebra con  su trayectoria y recorrido por las ambiciones, todas las que había tenido mientras buscaba una corona podrida en estos basureros de la memoria que empezaban en el nuevo mundo. Era esa picota un palo alto pensado más en que la vieran los gallinazos antes que la alcanzaran los perros acostumbrados a las mortecinas empacadas en patacones de oro, olfateadas entre los huesos de sus alucinaciones. Con tan importante suceso, de tan insigne personaje, se pusieron rápidamente a la tarea de levantar una picota digna de tan ilustres decapitados que tenían que sucederse en el futuro. (1) (La primera picota en Quito, según la historia, estaría próxima al actual Palacio Legislativo y tuvo el antecedente de la decapitación al virrey Núñez de Vela, muerto en la batalla de Iñaquito en 18 de enero de 1546. Ahí estaría la “plaza de fundación” de Quito.- Ver Daniel Fernando Enríquez Macas, Complejo Judicial en Quito, Trabajo de titulación de Arquitectura, Universidad San Francisco de Quito, Diciembre de 2015, p. 22, con gráfico en la p. 23.- Pdf.)

Dijeron sus asesinos que no querían enterrarlo para que la cabeza del virrey del Perú siguiera muriendo en Quito como un diablo expulsado del infierno,  como una serpiente sin cuerpo que se había bebido su propio veneno en vasos recogidos donde abundaban los rescates. Nadie le había llamado a aquel intruso que se inauguraba como virrey de los perversos. A esas gentes les gustaban los escarmientos. Devotos de ángeles enfermos sin iglesias, las picotas al aire libre, santuarios de los miedos, lanzaban letanías del odio en su silencio, rezadas por los monjes asesinos, arzobispos de la componenda y los intereses, cardenales que comulgaban la infamia en las mañanas y dormían en paz después de consumadas las venganzas. (O)

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