De una tertulia en la UTA de Ambato con Jorge Enrique Adoum. 1983 / Pedro Reino

Columnistas, Opinión


Texto inédito tomado de transcripciones de mis papeles viejos.

Pregunta un profesor
… ¿Cómo un autor puede llegar con un mensaje realmente artístico a un lector que no está en las mismas posibilidades de entender la obra? Esto, tal vez, si el mensaje está encaminado a un pueblo que todavía no ha alcanzado a interpretar determinado mensaje.
Responde Adoum:
En principio, yo creo que los pueblos tienen mucha más capacidad que lo que nosotros creemos, y en muchos casos muchísima más capacidad creadora que las que tenemos quienes nos llamamos creadores o artistas. Lo que pasa es que no tenemos un sistema de pesas y medidas para saber cuál es la capacidad respectiva. 
Lo que sí tenemos son experiencias personales. Yo recuerdo, por ejemplo, las multitudes emocionadas con poemas de poetas innegablemente con valores éticos como Neruda y Yevgueni Yevtushenko (poeta siberiano), el recital conjunto en el Teatro Caupolicán de Santiago de Chile debe haber sido uno de los espectáculos que atrajo mucho más al público que cualquier otro espectáculo de circo o de otro arte llamado popular. En el fondo, quienes son los que hacen que permanezcan vivos los escritores, son los lectores. Y los lectores pertenecen al pueblo.
Evidentemente que en nuestros países hay un gran índice de analfabetismo, pero inclusive esos analfabetos son capaces de crear. La canción popular por ejemplo, el cuento popular de tradición oral que existe en América Latina y que es típico de África, son creaciones que no solo las consideramos en la misma altura de aquellos que escriben libros y son famosos. Inclusive tienen premios internacionales.
Yo recuerdo cuando era adolescente, solía halarse casi como una consigna estética y política de los escritores. Se decía: “Hay que descender al pueblo”. Desde un comienzo aquello me fastidiaba instintivamente sin poder explicarme por qué. Creo que después yo comprendí que “había que ascender al pueblo”. El pueblo está constituido por millones de multitudes de seres humanos, con sentimientos y pensamientos que nosotros estamos lejísimos de poder comprender y atrapar. Y si por algo algún escritor vive en la memoria de una comunidad, de una sociedad, es porque ha expresado algo de cada uno de nosotros; o porque cada uno de nosotros encontró allí algo de lo que hubiera querido decir y no lo pudo, o no tuvo oportunidades.
Por otro lado tampoco creo que haya que simplificar las cosas a tal punto de creer que el lector popular es un retrasado mental, ni un imbécil. 
Yo comparaba alguna vez la tarea del escritor con un problema de alimentación. Que el escritor escriba, como alguno de nuestros camaradas lo han hecho, y algunos siguen haciéndolo, en términos casi de desprecio al lector; ese es un problema de concepción de clase.
Porque (se ha dicho que) el lector no puede ascender un centímetro más en su escala estética. (Piensa así) En lugar de suscitar en él (en el lector), el interés por ascender ese centímetro. (Se debe pensar más bien) en obligar a las autoridades, que son las encargadas de fomentar la educación, la educación estética de un pueblo y un país, (a que lo hagan), porque no le toca al escritor hacerlo. Es una tarea de los poderes públicos.
Yo les decía: escribir así, para que el pueblo comprenda, es como decirle: ustedes se sustentan con maíz y con frijoles, porque la carne no es para ustedes; eso es muy caro. En lugar de obligar a las autoridades, a los poderes públicos a hacer que nuestro pueblo pudiera comer carne, un plato alimenticio, y no contentarse con la cebada, con los fríjoles. Entre estos dos extremos creo que podemos entendernos.
Cuando vivía aquí, en aquella época eran muy pocos los lectores. Por lo menos unos conocían. Un poco grave porque era una literatura un poco cobarde. Cobarde porque no denunciábamos las grandes injusticias sociales, políticas y económicas. Cobarde en el sentido de que temíamos ofender a un amigo que sabíamos iba a leer nuestro libro. Temíamos cuál iba a ser el juicio de otro lector que también conocíamos, sobre todo en la poesía. 
Eran tan pocos nuestros lectores, que yo decía alguna vez, que más barato que editar un libro, resultaría invitarles a tomar un café y leerles los poemas. La única ventaja, entre todas las desventajas de vivir lejos de mi país, a pesar de la evolución cultural de nuestros países, es que uno escribe para un público que no tiene rostro. Es un público que tiene alma, es un público que tiene conciencia, un público que tiene juicio, pero no tiene rostro; y entonces ya se juzga a una sociedad o a una colectividad lectora; a un país lector; a un continente lector, y no a individuos lectores aislados.
Yo creo que cuando hablamos de pueblo, a veces tenemos la tendencia de creer que el pueblo son dos o tres, o cuatro o cinco personas humildes que conocemos. La verdad que el pueblo somos todos.
…No hay un poema de amor, a mi juicio, escrito supuestamente por un escritor de cultura elevada, que pueda igualar a la profundidad y a la popularidad de los grandes tangos y los grandes pasillos nuestros, por lo menos en temas de amor. (O)

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