A la orilla del niño / P. Hugo Cisneros C.

Columnistas, Opinión

                                                                       



El mundo de los adultos vivimos siempre a orillas de ese mar misterioso y rico que es el niño.

Nos ponemos a la orilla del Niño cuando impedimos su gestación y hacemos de “sus pedacitos” material de desecho en los basureros de ciertos quirófanos.

Nos colocamos a la orilla del Niño cuando les convertimos en materia de discusión en ciertos tribunales y yéndonos contra los derechos fundamentales de su persona “peleamos la pertenencia” o fijamos “pensiones alimenticias miserables y vergonzosas”, sin importarnos sus sentimientos, su crecimiento normal, el calor que ellos necesitan de un hogar.

Seguimos en la orilla del Niño cuando le echamos a la calle para convertirlos en pordioseros de aquello que ellos no entienden, ni necesitan, haciendo de ellos “parapetos” de nuestras irresponsabilidades de mayores.

Estamos aún en la orilla del Niño cuando en la casa no le prestamos la atención que merece, cuando les enseñamos a mentir, a ser “machitos y hembritas” a nuestro gusto. Igual nos mantenemos en la orilla del Niño, cuando en nuestras casas hay un niño que sufre alguna anormalidad y es por eso relegado, maltratado, convertido en objeto de vergüenza ante los amigos y conocidos.

No dejamos de estar en la orilla cuando en la Iglesia, los niños no son considerados, cuando buscamos y favorecemos que no se observen los requisitos previos para la recepción de sacramentos u otros servicios religiosos y de fe.

Qué fácil es ponernos a la orilla de los niños cuando les abandonamos en la escuela para que la noble tarea de los maestros, que es subsidiaria, pase a ser principal y protagónica.

En estas recordaciones del niño deberíamos dejar su orilla y adentrarnos en su mar que es inmenso, rico y saludable.

Allí esa mar beberemos las aguas de su inocencia, de su sencillez, de su pureza, de su ingenuidad sana y alegre.

El niño es ese mar rico pues está lleno de amor tierno, abierto, sincero, total, sin enojos, sin rencores, sin revanchismos, sin sombras de desquite.

Adentrándonos en el mar que es el niño, encontraremos sueños que alienten nuestra vida, las razones de nuestra existencia, el por qué de ser familia, de saber formar hogar.

Cuando entremos en el niño, mar inmenso, rico y saludable, aprenderemos a jugar con el viento, con las piedras, con el agua, con las piolas, los insectos.

Aprendemos a inventar fantasmas infantiles que alegren la vida, que la hagan más romántica. Sólo adentrándonos en su mar, sabremos lo que es “perder el tiempo por ellos”, descubriremos lo valioso que es priorizar su presencia y sus exigencias, sabremos lo que es el conversar, el acariciar, el besar, el abrazar con amor, sin interés.

Encontrarnos en su debilidad, la fortaleza para la marcha de la vida. Desde el interior de su mar hallaremos el camino de realización y el camino de salvación, “porque de los niños o de los que son como ellos es el reino de Dios” (Jesús).

En homenaje al Niño, dejemos sus orillas y adentremos en el mar de su niñez. (O)

Deja una respuesta