El diálogo que no dialoga

Hay gobiernos que dialogan… pero. Este es uno de ellos. El Ejecutivo actual ha elevado el “pero” a la categoría de política pública. Un “pero” elegante, institucional, casi académico, que sirve para todo: para explicar ausencias, justificar silencios y maquillar decisiones que —curiosamente— siempre terminan excluyendo.
El Gobierno dice que cree en el diálogo, pero no con todos. Que escucha a la gente, pero sin intermediarios. Que respeta la democracia, pero solo cuando coincide con sus cálculos. Que gobierna para todo el país, pero con un filtro ideológico incorporado.
El manual es simple y brutalmente honesto: —¿Apoya la línea oficial? Pase, siéntese, conversemos. —¿Disiente, cuestiona o representa a alguien incómodo? Gracias por su interés, vuelva nunca.
En octubre pasado, durante el paro convocado por la CONAIE tras la eliminación del subsidio al diésel, el Gobierno cerró el diálogo con los pueblos indígenas. No fue una pausa ni un impasse técnico: fue un portazo. Tras una reunión de gabinete en Carondelet, el ministro del Interior, John Reimberg, no solo dio por terminado el diálogo, sino que además repartió advertencias anticipadas sobre “lo que pudiera pasar”: terrorismo, paralización de servicios, caos. Gobernar con amenazas siempre resulta más fácil que gobernar con consensos.
La seguridad del Ejecutivo era, hay que admitirlo, admirable. Estaban tan convencidos —con diálogo o sin él— de que ganarían el referéndum del 16 de noviembre, que la realidad terminó siendo una sorpresa ingrata: perdieron por goleada. Pero ni siquiera entonces el libreto cambió.
Hoy dicen que dialogarán “directamente con la gente”, pero no con los dirigentes. El problema es que tampoco dialogan con la gente. Ni con unos ni con otros. Es un diálogo abstracto, etéreo, casi filosófico, que existe en discursos y comunicados oficiales, pero nunca frente a frente, nunca en la mesa incómoda donde se negocia de verdad.
La paradoja es deliciosa y peligrosa a la vez: se habla de gobernabilidad excluyendo, de institucionalidad desconociendo, y de democracia seleccionando.
Al Gobierno alguien debería explicarle —sin rodeos y sin “peros”— que dialogar no es premiar afinidades ni castigar diferencias. Que los dirigentes, los alcaldes —especialmente de Quito, Cuenca y Guayaquil—, los movimientos sociales y las organizaciones no son adornos opcionales del sistema, sino piezas esenciales de él. El Estado no es un club de amigos. El diálogo no es una concesión graciosa. Y la democracia no funciona con letra pequeña.
Resulta increíble que se pretenda gobernar sin sentarse a dialogar con la mitad de la nación. ¿De verdad creen que así se gobierna? La confrontación permanente no es liderazgo: es incapacidad. Gobernar exige escuchar incluso —sobre todo— a quien incomoda.
Porque cuando un gobierno se acostumbra a gobernar con “peros”, termina, inevitablemente, gobernando solo para algunos.
