El impacto desigual de la IA en el mundo del siglo XXI

Columnistas, Opinión

El desarrollo tecnológico nos ha llevado a estar interconectados a pesar de encontrarnos a miles de kilómetros de distancia. Hemos aprendido a utilizar herramientas digitales para fortalecer nuestros trabajos, mejorar nuestra productividad e incluso generar ingresos a través de las redes sociales. Todo esto nos ha hecho pensar que el avance tecnológico es algo completamente normal en nuestros tiempos.

Sin embargo, mirando el otro lado de la moneda, también nos ha llevado a aparentar más de lo que realmente somos, a vivir comparándonos con el vecino para no quedarnos atrás, a darle más valor a lo material que a lo espiritual —que es, en esencia, lo verdaderamente importante— y, casi sin darnos cuenta, a alejarnos de las realidades que enfrentan otras personas, incluso aquellas que están a nuestro propio alrededor.

Recientemente, un informe del United Nations Development Programme (PNUD) advirtió que la difusión global de la inteligencia artificial (IA) podría acentuar la brecha económica y social entre países ricos y pobres.

Según dicho informe, mientras los países con mayores recursos podrán aprovechar la IA para mejorar su productividad, educación, servicios, creatividad y herramientas tecnológicas útiles para negocios o emprendimientos, muchos países en desarrollo pueden quedar rezagados debido a la falta de educación digital, infraestructura, inversión estatal, atención gubernamental, acceso equitativo a la tecnología y programas de capacitación continua.

Esto podría revertir décadas de avances en ingresos, salud y educación, recordándonos que la llave del desarrollo está —y siempre ha estado— en manos de cada pueblo, pero también en las condiciones que sus líderes y sistemas permiten construir.

A su vez, múltiples voces expertas advierten que la innovación en IA sin una regulación adecuada —que garantice transparencia, evaluación de impacto, protección de derechos y control de uso— puede producir daños sociales significativos: discriminación, bullying digital, desigualdad de oportunidades, adicción, depresión y ansiedad, especialmente en jóvenes. Además, se suma un daño silencioso: el alejamiento progresivo de la naturaleza, olvidando cómo cuidarla y protegerla mientras nos hundimos en un uso excesivo de la tecnología.

Hoy se observan casos de jóvenes cuyo cerebro y vida emocional se alimentan únicamente de lo que consumen en redes sociales: violencia, contenidos inapropiados, vidas “perfectas” que en realidad no existen. Esa comparación constante los hace sentir que su vida es un desastre y los empuja a pensamientos autodestructivos, en muchos casos sin contar con apoyo emocional ni educación digital responsable. (O)

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