Las Malvinas: el punto más oscuro de la seguridad estatal

Columnistas, Opinión

En un país donde las palabras “seguridad” y “excepción” se repiten como consigna, parece que ciertas instituciones han olvidado una verdad elemental: no se puede proteger a la ciudadanía destruyéndola. Y, sin embargo, aquí estamos, ante el horror inimaginable del caso de Steven, Josué, Ismael y Saúl, cuatro niños y adolescentes que desaparecieron tras un partido de fútbol y terminaron incinerados cerca de una base militar. Una tragedia que no solo destroza familias, sino que desnuda, de forma brutal, lo que ocurre cuando el poder armado se siente autorizado a actuar sin límites, sin control y, peor aún, sin empatía.

Resulta casi poética —de esa poesía amarga y absurda— la ironía de que algunos militares fueron llamados a “cuidar el orden”. Lástima que, en vez de custodiarlo, lo volcaron por un barranco moral. Según las investigaciones del caso, fueron detenidos por uniformados; y según los hallazgos oficiales, terminaron asesinados y quemados. El orden, al parecer, no solo estaba desordenado: estaba completamente perdido.

Pero la farsa institucional no termina ahí. Mientras las familias buscaban desesperadas respuestas, hubo silencio oficial, ausencia de condolencias y, para colmo, insinuaciones sobre la conducta de las propias víctimas. El ministro de Defensa —en una pirueta discursiva digna de estudio— llegó a criminalizar a las familias y acusar a una jueza de “persecución política” por conceder un hábeas corpus que buscaba algo tan radical como… encontrar a los niños. Nada más subversivo, claro.

Y entonces llegó el bono “legado de honor”. Sí, el bono. Ese obsequio presidencial que pretendía “reconocer” a ciertos funcionarios, como si los escándalos y la tragedia no hubieran pasado. Un gesto tan insólito que uno no sabe si es torpeza política o sarcasmo involuntario. Lo que sí sabe es que nunca existió un gesto equivalente hacia las familias destrozadas. Ni un mensaje claro de solidaridad, ni un reconocimiento real del daño, ni una mínima noción del dolor que implica recibir los cuerpos de tus hijos incinerados.

Mientras tanto, la retórica oficial insiste en que todo es parte de la lucha contra el crimen organizado. Un argumento útil, por supuesto, para justificar cualquier exceso. Pero no, no es crimen organizado cuando quienes deberían protegerte te desaparecen. Eso se llama otra cosa. Eso tiene nombre propio en el derecho internacional. Y por eso la CIDH exige esclarecer responsabilidades, garantizar justicia, reparar a las familias y evitar que semejante horror vuelva a repetirse.

Porque si el Estado no puede garantizar algo tan básico como que un niño vuelva con vida después de un partido de fútbol, entonces no hablamos de seguridad: hablamos de una tragedia nacional maquillada de discurso. (O)

cifam62@yahoo.es  

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