Sombrero Montecristi; orgullo de Pile

Interculturalidad

En las brumas costeras de Manabí, en el pequeño poblado de Pile, se teje cada madrugada una historia silenciosa que viaja por el mundo bajo la forma de uno de los símbolos más elegantes de la artesanía ecuatoriana: el sombrero fino de paja toquilla, conocido erróneamente como “Panamá Hat”. Pero aquí, en el corazón del Ecuador, todos saben que ese nombre es apenas una etiqueta foránea para un arte profundamente nacional.

El libro Tejiendo la Vida, de María Leonor Aguilar, recuerda que los antiguos pueblos Huancavilcas, Mantas y Caras ya eran reconocidos por su destreza en los tejidos. Y es esa herencia milenaria la que, generación tras generación, ha mantenido viva una técnica que hoy es Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, reconocida por la Unesco.

El origen de este arte radica en una palmera singular: la Cardulovica palmata, que crece en los bosques húmedos cercanos al océano Pacífico. Sus hebras, conocidas como paja toquilla, son recolectadas y preparadas con esmero por los tejedores de Pile, quienes comienzan su jornada antes del amanecer. Cada sombrero puede tardar hasta ocho meses o más en completarse. El resultado: una pieza tan fina que a simple vista parece tela.

La confusión con el nombre “Panamá Hat” se remonta a 1914, cuando el presidente estadounidense Theodore Roosevelt visitó el Canal de Panamá luciendo uno de estos sombreros ecuatorianos. La prensa internacional asumió que eran productos locales y así, con un error, nació la fama mundial de los “sombreros Panamá”. Pero la historia real —y el corazón de esta artesanía— sigue latiendo en Montecristi.

El historiador guayaquileño Melvin Hoyos recuerda que fue Manuel Alfaro González, un comerciante español, quien junto a María Natividad Delgado inició la exportación de estos sombreros en el siglo XIX. Su hijo, Eloy Alfaro, futuro presidente del Ecuador, continuó esa labor, dándole al sombrero Montecristi un lugar privilegiado en el comercio internacional.

El sombrero de Montecristi no solo es un símbolo de elegancia. Es también un acto de resistencia cultural. Una forma de tejer, no solo fibras, sino también memoria, orgullo y futuro. (I)

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