No Peleemos batallas ajenas

Vivimos en una época donde el ruido de las redes sociales y los conflictos ideológicos nos invitan constantemente a tomar partido. Se nos presiona para alzar la voz, defender causas, y unirnos a luchas que, en muchos casos, no hemos discernido adecuadamente. Esta tendencia de pelear batallas ajenas ya sean políticas, religiosas, sociales, o culturales merece una reflexión profunda, especialmente desde la perspectiva bíblica.
Han pasado cuatro meses desde que se confirmó el asesinato de los cuatro NA en las Malvinas, Guayaquil, y hay una certeza: fueron torturados por miembros de la Fuerza Aérea Ecuatoriana (FAE). Cuatro de los 16 militares procesados por el caso admitieron que sus víctimas sufrieron golpes, puñetazos y una ejecución simulada antes de ser abandonados desnudos en Taura.
La versión de los militares fue desde el principio que los niños eran delincuentes y que fueron abandonados con vida, falsa narrativa que se volvió viral con autores políticos, comunicadores como del señor Arturo Magallanes periodista deportivo del Canal del Fútbol, en la red X dijo “ No eran angelitos, no eran nobles criaturas, lo matan la propia mafia”, durante la segunda reconstrucción de los hechos, cuatro de los acusados confesaron la violencia extrema que vivieron los menores a manos de un subteniente, un sargento, un cabo y un soldado. Las confesiones fueron el resultado de un acuerdo que reduce la pena por información y tras el trasladado de los detenidos a la prisión, los niños vivieron un viacrucis plagado de amenazas, insultos, torturas y una simulación de ejecución para que confiesen un delito inexistente.
La Biblia, aunque escrita hace siglos, nos ofrece principios claros sobre cómo debemos conducirnos ante los conflictos. Un ejemplo poderoso se encuentra en Proverbios 26:17, que dice: “El que se mete en pleitos ajenos es como quien agarra al perro por las orejas”. Es una imagen fuerte: tomar un perro por las orejas garantiza una mordida. Así también, involucrarnos imprudentemente en disputas que no nos pertenecen puede tener consecuencias dolorosas. (O)
Esto no significa que nosotros debamos ser indiferentes al sufrimiento o la injusticia. De
hecho, somos llamados a defender al débil y al necesitado. Pero hay una gran diferencia
entre defender con sabiduría y meternos en luchas solo por lealtades ideológicas, presión
social o emocional. No toda batalla es nuestra, y no toda causa, por más popular que
parezca, está alineada con los valores del Reino de Dios.
Nos hace falta aprender que el enfoque no debe ser la confrontación política directa, sino
la transformación del corazón humano. Luchar por la verdad, sí, pero siempre según la
voluntad de Dios y más no conforme a las pasiones humanas. Cuando nos unimos a
batallas ajenas sin discernimiento, corremos el riesgo de ser instrumentos de división en
vez de agentes de paz, que solo engendran contiendas. (O)