Negación y hegemonía

En Ecuador, como en buena parte de América Latina, la política ha caído en una peligrosa trampa: la negación sistemática de la realidad. Esta práctica, que parece formar parte del ADN de la clase política, tiene efectos devastadores sobre la confianza ciudadana, la institucionalidad y la posibilidad misma de una democracia funcional. Gobiernos de distinto signo han hecho de la negación una estrategia permanente.
Los políticos niegan el fracaso de sus gestiones incluso frente a datos contundentes: economías en recesión, inseguridad creciente, servicios públicos colapsados o instituciones desgastadas. En lugar de asumir responsabilidades, culpan a la oposición, a los medios, a la “herencia recibida” o, cuando no hay otro recurso, al “imperialismo” o a conspiraciones extranjeras. Esta narrativa no solo es evasiva, sino profundamente irresponsable. Socava la posibilidad del debate y deteriora la confianza ciudadana en la política.
A esto se suma la negación frente a la corrupción. Se trata de una de las hipocresías más groseras del discurso político. Mientras abundan los casos de funcionarios condenados, no solo investigados, sino con sentencias ejecutoriadas, los líderes niegan o minimizan los hechos, acusando a la justicia de estar politizada o a la prensa de tergiversar. Así, los partidos se convierten en refugio de impunidad, la corrupción se normaliza como parte del paisaje institucional y el TCE hecho para el gobierno de turno.
Ecuador necesita con urgencia una clase política que diga la verdad, aunque duela; que acepte errores, aunque cueste; que construya desde la autocrítica y no desde el autoengaño. Negar lo evidente solo prolonga la crisis. La política no puede seguir siendo un acto de simulación.
Si como nación queremos salir del ciclo destructivo de la negación política, necesitamos recuperar un valor esencial tanto en la vida pública como en la personal: la verdad. La verdad no es una estrategia de comunicación ni un recurso cuando conviene; es un principio moral innegociable. “Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8:32). Esta frase no solo tiene un valor espiritual, sino también profundamente político. La libertad, entendida como una sociedad justa, democrática y segura, no es posible donde reina la mentira, donde los líderes se niegan a ver o aceptar la realidad. La verdad libera porque permite actuar con responsabilidad, corregir errores, asumir culpas y construir sobre bases firmes.
El Ecuador no se salvará solo con reformas económicas o cambios de gobierno. Necesita una renovación ética, una conversión colectiva hacia la verdad. Como dice el profeta Isaías: “¡Ay de los que llaman a lo malo bueno, y a lo bueno malo; ¡que hacen de la oscuridad luz, y de la luz oscuridad!” (Isaías 5:20). Nuestro país merece más que liderazgos que mienten y niegan. Merece verdad, justicia y esperanza. Y para lograrlo, cada uno debe comprometerse a no negar la realidad, sino a transformarla con honestidad, responsabilidad y fe. (O)