La sombra creciente

Columnistas, Opinión

Tras 38 años escuchando los conflictos y dolencias de miles de pacientes, he aprendido a leer el pulso de nuestra era. No es el caos de catástrofes bíblicas ni lluvias de fuego lo que amenaza nuestra esencia. El diablo de hoy es más astuto: se disfraza de libertinaje, progresismo y modernidad. Opera en la sombra, tejiendo una red sutil que nos aleja de nosotros mismos, de los demás y de lo que verdaderamente importa.

Vivimos en una niebla de desinformación donde la verdad se diluye en opiniones. La ciencia, antaño faro de certeza, tambalea bajo el peso de la desconfianza. Las redes sociales, con sus likes y espejos de vanidad, nos atrapan en un ciclo de comparación y vacío. Somos adictos a la validación externa, midiendo nuestro valor en notificaciones y número de vistas, pero incapaces de sostener el silencio interior. ¿Cuándo fue la última vez que escuchamos nuestra propia voz?

La empatía se desvanece. El sufrimiento ajeno se observa con indiferencia, y la compasión es vista como debilidad. Estamos «ocupadísimos», corriendo en una carrera sin meta, viviendo sin vivir. Nos acostamos con angustia, rumiando pensamientos estériles, y despertamos agotados. Con mil plataformas para pelear y gritar, hemos olvidado dialogar. Ofendemos mucho, perdonamos poco. Todo es permitido, pero ya nada tiene sentido.

Se promueve la polarización dividiéndonos en bandos opuestos de economías, ideologías, razas, conflictos de géneros, creencias. En nombre de la igualdad y la “justicia social” engañan a los desposeídos y nos incitan a odiarnos en lugar de unirnos. Se nos enseña que nada importa, que la vida es un placer fugaz. El amor ya no es entrega, sino posesión; la verdad, una narrativa moldeable. Los jóvenes, convencidos de saberlo todo, desprecian la experiencia y confunden rebeldía con sabiduría. Queman monumentos, manchan obras de arte, destruyen la historia. Pero en su furia, ¿qué construyen?

La costumbre ha reemplazado al asombro. Ya no temblamos al amar, ni nos maravillamos ante un atardecer. Rodeados de miles, con «amigos» virtuales por montones, nos sentimos solos. Creemos que nadie nos comprende, que no pertenecemos. La esperanza es para los ingenuos, el cinismo nuestro escudo, la ironía nuestra fe. Con el alma dormida, el corazón partido y la mente extraviada, el diablo susurra: «Esto es todo lo que hay».

Pero no tiene que ser así. El primer paso es reconocer la trampa. Podemos apagar las pantallas y escuchar el silencio. Podemos reconectar con la naturaleza, con los demás, con nosotros mismos. Podemos elegir la empatía sobre la indiferencia, el diálogo sobre el grito, el sentido sobre el vacío. La vida no es una carrera por más éxito o aprobación; es un viaje para recordar quiénes somos.

El diablo no es una figura de cuernos y llamas, sino la voz que nos dice que no hay esperanza. Démosle la espalda. Busquemos la verdad en la reflexión, el amor en la entrega, la belleza en lo simple. Que nuestra rebeldía sea construir, no destruir. Que nuestra libertad sea vivir con propósito. Porque mientras haya un corazón que lata, un atardecer que admiremos y una mano que sostengamos, el diablo no habrá ganado. (O)

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