El país no termina de encontrarse

Columnistas, Opinión

“Al final, cuando todo acaba… lo único que importa es lo que has hecho”. Por eso me pregunto… ¿estamos corrigiendo el rumbo o simplemente trazando nuevos caminos que terminarán, como siempre, en el mismo punto?

Porque, como van las cosas, Ecuador parece condenado a reinventarse cada cierto tiempo, como si la esperanza se agotara en ciclos constitucionales.

Ya pasó en 1998, volvió a suceder en 2008, y ahora, en 2025, -no sé si por la necesidad- asoma nuevamente la tentación del bisturí constituyente. 

Las opiniones se han cruzado sobre el asunto controvertido. Las diferencias persisten.

Y no hay que dejar de mencionar que, luego de dos décadas de vigencia de la Constitución de 1979 -considerada un hito democrático tras el retorno al orden constitucional-, el país experimentó un giro estructural con la aprobación de una nueva Carta Magna en 1998, resultado de una convergencia pragmática entre élites políticas, económicas e internacionales.  

Con cuánta devoción, interés e ilusión, el Ecuador se volcó con decisión y frontalidad hacia el desafío de incorporar ajustes y reformas constitucionales, para dar pie -entre otros temas- a la descentralización, como “objetivo transformador”.

Se buscó modernizar el Estado, abrir la economía al mundo y asegurar la gobernabilidad desde una institucionalidad vertical. Las privatizaciones, presidencialismo reforzado y justicia cooptada no fueron errores del sistema: fueron parte de su diseño. 

Una década después, el país se alzó contra ese modelo. El proceso constituyente de Montecristi, impulsado por el correísmo, ofreció una refundación ambiciosa: más derechos, más participación, más equidad. 

Entonces, surgió un “texto vibrante y avanzado” (escrito con ayuda, se dice por ahí), pero con una trampa estructural: su implementación dependía casi totalmente del poder que lo había gestado. Y ese poder, pronto dejó de oír y de ser.  

Lo que nació como expresión del pueblo, terminó como expresión del caudillo.

Ahora, en 2025, el péndulo parece inclinarse de nuevo.  Con una ciudadanía agobiada por la inseguridad, justicia colapsada y democracia fragmentada, se alzan voces que claman por un nuevo pacto. Unos piden más autoridad, otros más controles, muchos solo piden orden y seguridad. 

Pero el problema no es que pensemos en reformar o no la Constitución; es que seguimos creyendo que cambiando el texto normativo, cambiará el país. ¡Y no es así!

Reconsiderando pensamientos anteriores, surgidos al calor de la euforia y la urgencia del cambio, bien podremos coincidir que, el Ecuador, no necesita otra Constitución que finja re fundarlo. Necesita ciudadanos dispuestos a respetar lo que ya existe o a construir una nueva, pero con menos fanatismo y más responsabilidad. 

Está en juego no solo el modelo de Estado, sino el tipo de sociedad que queremos ser. 

Y esa decisión, no se toma en Montecristi o en Carondelet, sino en cada escuela, en cada barrio, en cada juzgado, en cada urna y en cada conciencia. En el hospital carenciado, en la vía destruida, en el barril de petróleo derramado y, en la reiterada inundación que económica y cíclicamente nos desborda.

Tal vez ha llegado la hora de olvidarnos de reformar en el papel, y comenzar, de una vez por todas, a reformarnos como país. 

De suyo, hay indicios claros de una voluntad gubernamental por avanzar y superar todas las crisis. Pero esa voluntad debe transformarse en acción transparente, en reformas con alma y no solo con letra, en instituciones que funcionen -no por el miedo al caos- sino por el respeto a la ley y al ciudadano.

El desafío no es solo jurídico ni técnico; es ético, cultural y profundamente político. (O) 

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