El mérito en el sarcófago

La República romana llegó a su punto más alto cuando a los aspirantes a los principales cargos públicos, esto es, a senadores, cónsules, tribunos, ediles, cuestores, entre otros, les impulsaba el mérito propio y les animaba el reconocimiento de los ciudadanos. Sabían que debían pasar una serie de pruebas para coronar el poder. Dado que se trataba de una meritocracia en la que hasta un plebeyo podía ascender, si reunía los méritos, patricios y plebeyos se preparaban intelectual y físicamente, para convertirse en respetados oradores y guerreros con la capacidad de dirigir ejércitos. Los que ocupaban los cargos eran, por regla general, los mejores. Al mérito se unía la aspiración a ser reconocidos por los demás ciudadanos como aptos para el cargo y por los servicios prestados a Roma. Lo más doloroso para alguien era el desprecio de los ciudadanos. Los dirigentes conocían lo que era la vergüenza y, por ello, se conducían por la discreción.
Era impensable que alguien ocupara un cargo en la República romana sin mérito ni reconocimiento. Las competitivas y costosas elecciones eran un filtro para que participaran los mejores. La duración corta de la mayoría de cargos, entre ellos, el consulado, el cargo más alto, con el derecho a comandar legiones, de no más de uno o dos años, les obliga a ser excelentes en el desempeño. Hubo, como en toda sociedad, gobernantes corruptos e inescrupulosos. Dolabela, a quien enfrentó el joven abogado Julio César, fue el ejemplo de lo más execrable de la República. En el Imperio, cuando se había hundido la República, Roma tuvo emperadores ejemplares, entre ellos, Marco Aurelio, Trajano y Adriano, así como emperadores sanguinarios y corruptos, a los que no les importaba el mérito, dado que habían heredado el mando, y, menos aún, el reconocimiento. Nerón es el ejemplo vivo del emperador que desencadenó la decadencia moral y política de Roma.
Antes, la regla general en la política ecuatoriana era que el mérito propio y el reconocimiento ciudadano fueran las palancas en la carrera de un político, sea para ganar una elección o ser designado para un cargo de dirección, sea para desempeñar una función. Había excepciones. En todo caso, quien carecía de méritos y de respeto ciudadano pronto pasaba a los pasadizos de la historia o, si era algo inteligente, ocupaba un lugar secundario sin aires de sabio. Ahora, no importa el mérito ni el reconocimiento ciudadano. Cualquiera, por los misterios de la estructura electoral y de las “planchas”, puede llegar al lugar al que jamás habría llegado por sus méritos.
En la Asamblea “distinta” un violador de menores elegido en plancha ha sido descubierto; a la mayoría de padres de la Patria no les importa leer, y mal, aburridos y destemplados discursos redactados por terceros. Parecería que el mérito propio y la búsqueda legítima del respeto de los demás ciudadanos han ido al sarcófago. (O)