Detrás de las máscaras

Especial atención he puesto a una frase que -se dice- encierra una verdad profunda: “Hay que ser bueno para poder mirar por debajo de las máscaras”, sobre todo en una época en la que todo parecería gestarse desde la irresponsabilidad o la irracionalidad heredada o asumida.
En efecto, solo quien ha cultivado la bondad -no la ingenuidad- es capaz de ver más allá de las apariencias, sin juzgar con dureza ni caer en el cinismo.
Emmanuel Lévinas, filósofo lituano de origen judío del siglo XX, decía que el rostro del otro me interpela, y que en ese rostro se cifra una responsabilidad infinita. Es obvio que no se refiere solo al rostro físico, sino al ser vulnerable que hay detrás, incluso cuando está oculto. Por ello insistía que la ética, no nace del juicio ni del cálculo, sino de la exposición a la alteridad desnuda del otro, y precisaba que esa desnudez exige una respuesta ética: no invadir, no reducir, no objetivar.
Nuestro caminar no se agota en las intenciones y por lo mismo, mirar por debajo de las máscaras, implica comprender que cada rostro tiene historia, cada gesto tiene un dolor o un deseo, y cada “careta” -incluso la más dura o falsa- es una forma de protección o de miedo.
Por eso, en este punto habremos de coincidir que ser bueno no es ser débil. Es tener el coraje de mirar con compasión, de no caer en la burla fácil ni en la condena inmediata. Es tener el alma limpia como para no ensuciar lo que descubre en el otro.
¿Por qué razón somos incapaces de reconocer y atesorar lo bueno que nos ocurre en un momento determinado -como el que vivimos- y no paramos de insistir en la necesidad de fracturar los lapsos e incluso las alianzas y los entendimientos?
No superamos el “palo porque bogas y palo porque no”.
Reclamábamos con preocupación la falta de entendimiento para sacar adelante al país. Hoy, algunos se preocupan exactamente de lo contrario y no paran de solicitar explicaciones a quienes apoyan ideas y propuestas positivas, en tanto urgen para que ese ambiente termine.
Vivimos en un mundo saturado de máscaras: la del éxito, la del poder, la del sufrimiento domesticado, la del entusiasmo fingido, la de la impotencia, y entre otras, la del desapego que esconde heridas que siguen abiertas.
Aquellas, lejos de ser meras imposturas, son estrategias de supervivencia.
¿Qué se busca? ¿Qué se quiere? ¿Por qué de una buena vez no hacen un esfuerzo y se retiran los antifaces para que todos podamos descifrarlos y entenderlos?
Porque el problema no radica en que las máscaras existan, sino en que muchos las juzguen sin comprender su razón de ser. De hecho, mirar por debajo de una máscara es un gesto de confianza, que solo la concede el que no viene a lastimar. El malicioso, el que busca controlar o manipular, puede detectar un disfraz, pero nunca verá lo que hay detrás, porque su atisbo contamina, acusa, e interpreta desde su propio miedo o codicia.
En una sociedad donde impera la sospecha, el oportunismo y la sobreexposición, vale decir, en contextos sociales y políticos, donde las máscaras se vuelven más densas y las identidades más performáticas, la bondad, se constituye un acto de resistencia. Porque puede preservar la verdad sin herirla y sostener la dignidad del otro aun cuando su sinceridad esté fragmentada.
Solo quien ha sido bueno con su propia fragilidad podrá serlo con la ajena; y, ver sin quebrar, descubrir sin profanar, y comprender sin destruir.
¡Es tiempo de intentar! (O)