Desenmascarar y superar es la clave

Esa necesidad de rasgarse las vestiduras y predicar en negación, no parece que sea la mejor carta de presentación política de un conglomerado que atestigua en primera mano la violencia y la criminalidad (tipo sicarios) que agobia a la sociedad ecuatoriana.
Preguntar si ¿es hora de tratar a los adolescentes como adultos? nos dirige a intentar un razonamiento a partir de una de las fuentes históricas del derecho: la costumbre.
Si bien, tradicionalmente se la ha entendido como práctica reiterada, aceptada socialmente y dotada de fuerza normativa, también es cierto que el derecho evoluciona conforme cambian las realidades sociales.
En el siglo pasado, no existía una costumbre generalizada de que adolescentes mataran, secuestraran o lideraran estructuras criminales. Por tanto, las leyes penales para menores se centraban en la reeducación y no en la sanción proporcional.
Hoy, esa realidad ha cambiado dramáticamente.
En muchas ciudades de América Latina, incluyendo Ecuador, adolescentes de 13, 14 y 15 años son usados como sicarios, halcones o violadores armados, amparados por un sistema que los considera “inimputables” o que los sanciona con penas leves, desproporcionadas respecto al daño causado.
Esta nueva y perversa costumbre social no puede ser ignorada por el legislador. De ahí que suena no solo interesante, sino urgente e inaplazable, la discusión del tema en la Asamblea Nacional.
Respetando opiniones en contrario, si preguntamos ¿puede y debe el derecho penal juvenil actualizarse para responder a esta nueva forma de criminalidad? la respuesta, en clave jurídica y social, es SÍ. Y hacerlo, no implica una regresión de derechos, como algunos afirman, sino más bien una ampliación de derechos para las víctimas, para la sociedad y para los propios menores que, si no son detenidos a tiempo, quedan atrapados en ciclos de violencia, reincidencia y muerte prematura.
El principio de progresividad de derechos -invocado por quienes se oponen a cualquier endurecimiento legal- no puede ni debe utilizarse como escudo para garantizar impunidad funcional.
Proteger a los menores no significa encubrir delitos atroces ni dejar en la indefensión a las víctimas. La justicia también debe ser restaurativa con la comunidad que sufre.
Por eso, la evolución del derecho penal juvenil no debe temer a la realidad, sino enfrentarla. Y si esa realidad incluye a menores sicarios, entonces el ordenamiento jurídico debe responder con proporcionalidad, protección preventiva y una reforma seria del sistema de responsabilidad penal adolescente.
Es importante desenmascarar y superar la “hipocresía institucional” que se mantiene entre el lamento y la complicidad.
La preocupación ante el contenido del primer informe del proyecto de Ley de Integridad Pública, que plantea reformas e incluye modificaciones relacionadas con la responsabilidad penal de menores infractores, básicamente se ubica en las formas y busca imponer criterios restrictivos a partir de esa limitación.
Pero, el fenómeno de los niños sicarios -menores utilizados como vigías, ejecutores o transportistas por mafias y cárteles- no es una ficción ni una rareza. Es una realidad que avanza, en territorios donde el poder público ha sido rebasado o corrompido.
En Ecuador, este escenario ya no es marginal: es cotidiano.
Y no se trata solamente de una crisis de seguridad heredada, sino de un colapso moral e institucional vigente, porque donde el Estado no llega con educación y justicia; y, con sanciones proporcionales, el crimen llega con dinero, armas y sentido de pertenencia.
No habrá paz verdadera mientras la infancia se transforme en instrumento de guerra y dejemos de hacer lo necesario para evitar su proliferación. (O)