Constitución o actitud: un llamado a la conciencia y al servicio

En tiempos de crisis política o de descontento social, parece haberse convertido en una costumbre de algunos gobiernos proponer una “consulta popular” o incluso convocar a una asamblea constituyente para reformar la Constitución. Sin embargo, este mecanismo que debería ser excepcional y responder a un verdadero consenso nacional, corre el riesgo de convertirse en un instrumento de coyuntura, útil para legitimar proyectos de poder antes que para construir una visión de país a largo plazo.
La Constitución no es un capricho de quienes gobiernan, sino el pacto fundamental que organiza la convivencia social y garantiza que la justicia y la equidad prevalezcan sobre los intereses particulares. Su valor radica en que establece límites al poder, protege a las minorías y asegura que todos, incluso los gobernantes, estén sometidos a la misma ley. Alterarla constantemente, sin análisis técnico ni participación plural, convierte el orden jurídico en una herramienta al servicio de la ambición, debilitando la confianza ciudadana y profundizando la división social.
Los países con democracias más sólidas no convocan constituyentes cada vez que se enfrentan a un conflicto político. Optan por reformas parciales y debatidas con rigor, entendiendo que la estabilidad jurídica es un bien común que debe preservarse. Lo que los distingue no es la ausencia de problemas, sino la madurez de sus instituciones y el compromiso ético de sus líderes con el respeto a las reglas de juego.
Sin embargo, el verdadero desafío no es solo jurídico, sino moral. Lo que nuestras sociedades necesitan no es una nueva constitución hecha a la medida de quienes están en el poder, sino un cambio de actitud, tanto en gobernantes como en gobernados. Quienes ejercen autoridad están llamados a liderar con humildad, a escuchar a los excluidos y a tomar decisiones buscando el bien de todos, no solo el de su grupo político. Y quienes son ciudadanos deben asumir su responsabilidad de participar activamente, exigir transparencia y actuar con solidaridad, en lugar de ceder su criterio a caudillos que prometen soluciones fáciles.
Asimismo, cualquier proceso de reforma constitucional debe ser incluyente. Negar voz a pueblos indígenas, afrodescendientes, mujeres y sectores históricamente marginados es perpetuar injusticias que nos alejan de una sociedad reconciliada. Antes de invertir recursos en consultas improvisadas, es necesario cultivar una cultura política basada en la integridad, el respeto y la vocación de servicio. Las leyes pueden cambiar, pero si el corazón de quienes las aplican sigue marcado por el egoísmo y la ambición, ningún texto constitucional resolverá los problemas de fondo.
La madurez de una nación se mide no por cuántas constituciones escribe, sino por su capacidad de vivir en justicia, de respetar el pacto común y de construir, juntos, un orden social que promueva la paz y el bien de todos. (O)