Arrastre de Caudas y de Incautos / Guillermo Tapia Nicola
Postrados, de hinojos, en el interior de la Catedral, seis clérigos de avanzada edad y larga pertenencia religiosa, elegidos para la ceremonia y conocidos como “Los Primados”, cubiertos con una capucha con capa negra (cauda) de varios metros de longitud que se arrastra en señal del barrido de los pecados, reciben por sobre sus cuerpos el balanceo de un emblema de color negro en el que destaca una cruz cristiana de color rojo, conocida como “Bandera de la Resurección”, en tanto participan de este culto fúnebre y litúrgico en el que se expían las culpas y se representa al Señor con el ‘Lignum Crucis’, o reliquia celosamente guardada por los frailes quiteños, forjada en oro y piedras preciosas, que en su centro lleva impregnados fragmentos de la auténtica Cruz de Cristo.
El rito que se sucede el miércoles de la Semana Mayor, deja en evidencia a la imperfecta humanidad sumida en las tinieblas, aguardando resurgir y recuperar su fe y la luz, a sabiendas de que -también- los incautos, los ingenuos, los cándidos, aquellos que se supone no tienen malicia, terminan por igual arrastrados en la vorágine de la inmundicia y la perfidia, cuando no en la socarronería, la ironía y el disimulo.
Apenas si intentamos salir de una de cal y nos hundimos en otra montaña de incertidumbres y afecciones que nos mantienen “entretenidos” jugando al todos contra todos, sin importar que el país se caiga a pedazos, y que nadie o muy pocos se conduelan de aquello.
A 2022 años del episodio del Gólgota, la historia como que ha tomando un rumbo distinto, tanto, que en la conmemoración de las palmas y los ramos, sale -inusualmente- libre un prisionero, burlando las sentencias privativas de la libertad que pesan sobre su cabeza y en paralelo, se pierde la credibilidad y la certeza gubernamental sobre esos hechos.
Las dudas pululan por doquier. No existe argumento válido que apacigüe los ánimos y menos, justifique la indecorosa presencia de obsecuentes servidores públicos que -solícitos- desprendidos con lo que no les pertenece, dieron rienda suelta a la acción, sin meditar ni un segundo en las consecuencias.
Si hacía falta una cereza al pastel, esta ya hizo su aparición.
Resta la procesión, la crucifixión y ojalá la resurección, si bien de suyo muchos de los feligreses que devotamente aguardaban la devolución de sus ahorritos, tendrán que esperar -no sé sabe hasta cuando- ya que el diligente “banquero” abandonó el escenario. Mejor, fue ajusticiado. No se sabe por quien, aunque se presume por qué.
Los entendidos sostienen que la pandemia, aceleró la dinamización de los trastornos en la personalidad y muchos individuos, sin poder superar sus penas y sus agravios, terminan por suicidar sus almas, sus conciencias y su vida.
Nuestras acciones reflejan la entereza del espíritu y las omisiones, dibujan la pobreza de raciocinio.